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lunes, 12 de diciembre de 2011

TORMENTA





Braulio va a tardar mucho tiempo en olvidar el día que la tormenta se llevó de los cercados de La Gargantilla la vaca de Emilio El Mentirola. Desapareció del prado arrastrada por la riada y apareció trabada entre los alisos de la garganta de El Clavillos, tres kilómetros más abajo, milagrosamente entera, pero tan golpeada que casi no se pudo aprovechar la carne. Él no se enteró hasta el día siguiente porque pasó, como otras muchas veces, todo el día en el campo, en esta ocasión con la pastoría.
Hacía ya varios días que el calor era insoportable y totalmente inusitado para una zona tan alta. Los animales andaban como sonámbulos, comidos de moscas que se cebaban con sus ojos llorosos y los hombres, hoscos, malhumorados y taciturnos, realizaban a duras penas las faenas propias de la estación.
Braulio había soltado el ganado en La Nava, apenas a unos metros del vecino anejo de Navasequilla, antes de pintar el sol, y lo había encaminado hacia el cerro Parrado, con el fin de llegar a lo más alto del monte antes de que empezara a calentar. Conocía perfectamente el careo: siempre por detrás de El Frontón, aprovechando la frescura de los charcos de las Lagunillas y los Colgaízos para ir a dormir a lo llano de la Sierra. Las ovejas remoloneaban mucho, andaban despacio con las cabezas gachas, buscando la sombra de las compañeras hasta formar un ovillo para protegerse algo del calor sofocante de la mañana. Braulio tenía la cabeza pesada, sentía como un zumbido sordo que le producía un malestar desconocido, como si un sopor perenne e insistente le impidiera pensar y le llenara de malos presagios. No tenía ganas de nada. Ni sentado en lo alto de los canchos ni tumbado en los mullidos juncos de las fuentes encontraba el sosiego que siempre le acompañaba cuando iba con el ganado. Al fin, en los regajos que dan vista La Avellaneda, sin apenas haber probado bocado, dormitó un poco en un duermevela que le produjo más cansancio que otra cosa. Cuando se incorporó, su experiencia de hombre del campo le indicó claramente que venía la tormenta. Una nube negra asomaba amenazadora por encima de los calabones del mojón de Pepe Lindo. El cielo había perdido la luminosidad de la mañana y un manto sombrío se cernía sobre el paisaje. El hombre era un experto. Sabía que en poco tiempo se produciría el estallido y se preparó para afrontar lo que viniera de la mejor manera posible.
Braulio recordaba que ciertas mujeres recogían cantos el domingo de Pascua mientras las campanas tocaban a santo y que, cuando se anunciaba la tormenta, las lanzaban al cielo en la dirección de sus tierras para que la nube se esparciera y no destrozara sus campos de trigo o sus huertos de patatas y remolachas. Otras metían el farol encendido en la nasa del pan para proteger la casa y, aunque él no creía en esas cosas, escondió el paraguas debajo de un calabón y se alejó de los animales que, ahora estaban en un rebujo informe, como anclados los unos a los otros.
Braulio había oído mil veces que lo mejor para pasar una tormenta en el campo es quedarse al raso. Así que se colocó el capote sobre los hombros y comenzó a abrochárselo, pero antes de terminar, un haz de luz vertical iluminó los cielos y corrió ladera abajo a esconderse en el valle. Inmediatamente después sonó el trueno y el agua comenzó a caer en tromba como si alguien se hubiera ocupado de abrir a la vez todos los diques que la almacenan en las alturas. La oscuridad era casi total, sólo empañada por los relámpagos flameantes que cruzaban de un lado a otro, persiguiéndose en una guerra luminosa que llenaba de claridad nítida el cielo, seguidos por el ensordecedor ruido de los truenos, como si todas las criaturas del cielo anduvieran a la greña. Braulio no era miedoso. Sin embargo, ante el sobrecogedor espectáculo, se oyó de pronto musitando de manera mecánica aquella oración que tantas veces había oído a su madre en situaciones parecidas: Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita en el ara de la cruz. Pater noster, amén, Jesús, mientras aguantaba como podía sin perder de vista al rebaño que asistía como embobado a la furia de la tempestad.
Despacio, el hombre se acercó al alto y tendió la vista hacia el valle. El espectáculo era impresionante: una densa cortina de agua impedía ver con nitidez el pueblo, pero el ruido atronador en los caminos daba fe la magnitud de la violencia desatada. Braulio miró hacia el arroyo de El Vallejo, rebosante de un barro ocre y sucio. El agua indomable bajaba ya en estampida, arrancando tierra, piedras y plantas, saltando como una manada de potros desbocados, anegando prados y huertos y arruinando paredes y caminos. El hombre, en su soledad, sabía ya que no quedaba otra cosa que esperar y prepararse para afrontar los daños. Se acurrucó como pudo entre los fríos pliegues del hule del capote y se limpió con el hueco de la mano la cara arrugada en la que se mezclaba la humedad del agua con sus propias lágrimas.
Luego, dejó de llover. Las nubes, arrastradas por el viento, se alejaron por encima de los cerros de El Castrejón y una claridad irreal lo invadió todo. Del suelo húmedo subía un maravilloso olor a tierra mojada. Las hierbas secas y amarillas, castigadas por el severo calor de los días anteriores, tomaron un tenue color verde pajizo. Los animales, ampliamente repartidos por la cañada, comían con deleite. En los lejanos picos de Gredos se dibujaba una línea amarilla y un solecillo tenue quería aparecer entre las nubes esponjosas. La calma era total.
RHM
Diciembre 2011

domingo, 20 de noviembre de 2011

SEGADORES






Anda Braulio hoy con otros tres segando para los toros en la cerca el Caño. No tendría que haber venido, porque él no tiene vacas, pero la otra noche se encontró con el Alcalde –o éste le encontró a él- y le dijo que andaba mal de coritos y que fuera por el cuñado, que está en la Herguijuela de semana, que ése sí que tiene unas cuantas, aunque las atienda la mujer, pero eso es harina de otro costal. El caso es que han llegado al corte cuando aún había estrellas en el cielo, han atado los burros en el regajo bien separados para que no se peguen, y han empezado el trabajo, todos en ala, el Marqués el primero.
Han segado un buen rato, aprovechando la frescura de la madrugada y ahora, con el trabajo ya encarrilado, se han parado a almorzar, cada uno de lo suyo y el vino de todos, en abundancia, que hoy paga la comisión. Y así andan, entre trago y trago, pontificando sobre las condiciones físicas del buen corito. El más joven, un mocete de apenas veinte años, dice que ha oído que los mejores segadores son los de Navalosa, que siegan en alpargatas y, algunos, descalzos, y a Braulio le cuesta imaginarse el pie desnudo tan cerca del filo de la guadaña, porque no es la primera vez, ni será la última, que alguien le hace un siete a la bota, cerca del dedo gordo. Nones, que es el más viejo, dice que para segar bien a la guadaña no es necesario ser muy grande ni aplicar mucha fuerza, sino tener habilidad –él dice albelidad- y que se acuerda de una vez, que el año vino tan jodido como este, que él, tio Jorge, Burdiel y Perrenda, ya veis que tasajos, no tuvieron más remedio que echarse el Castrejón abajo a buscarse la vida segando en los prados del valle.
Se acomoda el hombre sobre la hierba fresca del marallo recién segado y sigue contando que ni en Bohoyo, ni en el Barco encontraron, por lo que bajaron el puerto de Tornavacas y llegaron a Cabezuela donde tampoco encontraron qué segar, porque habían bajado también los de El Tremedal y los de El Torno. Hartos de caminar decidieron quedarse en aquel pueblo, en el pajar de un posadero al que conocían por haberle estercolado algún prado cuando bajaban de otoño a Extremadura con el rebaño. Así que allí permanecieron, esperando que saliera algo. Y algo salió porque el dueño de la posada, que no debía fiarse mucho de ellos viendo la escasa estatura que tenían, les propuso que intentaran segar un prado que tenía cerca del pueblo y que ya vería qué les podía pagar, según como se les diera. Llegaron al sitio y tio Burdiel preguntó si aquel prado no tenía fuente y el hombre, señalando a lo lejos un sauce medio perdido entre la hierba, dijo que sí, que allí estaba la fuente. Entró entonces Burdiel en el prado, se ajustó la correa del gazapo a la cintura, aguzó la guadaña y comenzó a segar con aquella finura que le caracterizaba, los pies firmemente apoyados en el suelo, con la abertura justa, los brazos girando lo necesario, el cuerpo recto y la mirada en su sitio. Y detrás del hombre fue surgiendo un marallo derecho y un camino limpio; no paró ni aguzó hasta el sauce. Rodeó el hombre la fuente, la aclaró, bebió un poco y nos llamó para que nos uniéramos a él. Salimos los tres en ala y, cuando llegamos otra vez a la puerta, el posadero, visiblemente satisfecho, dijo que siguiéramos segando, que él se iba a por el almuerzo.
Cuando paramos a comer, ya con el prado demediado, llegó en un caballo un hombre que dijo ser de Navaconcejo y que quería contratarnos ya mismo porque tenía unos prados pegados al río Jerte que convenía segar cuanto antes porque se estaban secando. Pero el posadero dijo con cierto orgullo que los serranos estaban contratados con él y que no segaban para otro nadie. Y con él estuvimos quince días. Así que, muchacho, en esto de la guadaña, como en el cuento de la garduña que contaba mi padre, vale más maña que fuerza.
Al mocete le encantaría conocer el cuento de la garduña, pero el hombre se levanta y, seguro de que los otros vienen detrás, se dirige al corte diciendo:
-Vamos muchachos, que esto es pa nosotros.
RHM


Cortesía de Prudencio Lastra (tio Prudencio) que me contó este relato entrañable en un cálido agosto. Gracias.

jueves, 13 de octubre de 2011

CONVENTO





Braulio está tumbado debajo de un calabón al abrigo de la pared de la Dehesilla, medio amodorrado por un sueño insistente, que por algo dicen que esta tierra es dormilona, cuando le sacan del sopor los cascos de una caballería. Se incorpora despacio, no sin cierto trabajo y se pone la mano a modo de visera sobre los ojos hasta que distingue al hombre que, jinete sobre un caballejo colorado, está ya casi encima de él. Se trata de un hombre bastante mayor que se protege la cabeza y la cara arrugada con un sombrero de paja de los que se usan por aquí. Dice ser de Aldeanueva y Braulio mira inmediatamente si trae sogas y azadón porque de todos es sabido que los de este pueblo, llamados los hueveros, han tenido más de un conflicto con los de Horcajo por robar la leña de los cerros de Las Cañás. El hombre no trae aperos para eso, aunque puede haberlos dejado escondidos más atrás, y dice venir a dar sal a algunas de las pocas vacas forasteras que pastan con las nuestras. Tranquilizado Braulio y viéndole dispuesto a la conversación, le dice que tiene oído que Aldeanueva de Santa Cruz fue antes Aldeanueva del Obispo. El hombre se baja del caballo con cierta agilidad, lo traba en la pared, saca una petaca de cuero viejo y descolorido y la pone en la mano de Braulio que vierte un poco de tabaco en la palma, devuelve la petaca al hombre, y comienza a liar el cigarro con el ritual de costumbre.
El hombre lía también el suyo con destreza, lo enciendo con un chisquero de mecha y, después de la primera bocanada, dice:
-Cuentan los viejos del lugar –y Braulio no puede menos de pensar cómo serán esos viejos, porque el hombre aparenta más de ochenta años- que hace mucho tiempo, se pensó en edificar un convento en el pueblo y cuando estaban haciendo los cimientos salió una piedra en forma de cruz. Al intentar partirla para acomodarla a la zanja, la piedra se dividía siempre en forma de cruces más pequeñas, por lo que los operarios, maravillados ante hecho semejante, se lo comunicaron al Obispo quien decidió guardar un fragmento de la piedra para enterrarlo debajo del futuro pórtico y pedir al regidor que cambiara el nombre del lugar, pasando desde entonces a llamarse el pueblo Aldeanueva de Santa Cruz y, popularmente, Aldeanueva de las Monjas.
Braulio, que es algo desconfiado, aunque respetuoso con las creencias de los otros, se siente en la obligación de preguntar qué importancia tuvo el convento y qué misión desarrollaban las monjas que habitaban en él.
El hombre dice que en los tiempos de mayor esplendor el convento llegó a albergar cuatrocientas monjas y a poseer un importante rebaño de ovejas merinas y que esto ocurrió bajo la protección de los Duques, que dotaron espléndidamente al beaterío con los impuestos que pusieron al vino, a la lana y a los molineros y campesinos. Y remata:
-Como siempre. Porque yo no sé qué pensará usté de esos duques que dicen que vivieron en Piedrahíta, pero yo estoy seguro de que no practicaban la caridad con dinero suyo, sino de lo que cobraban en pechos a los campesinos de los pueblos, que, como de costumbre, fueron los paganos del cuento. Porque si eran los propietarios de la tierra y tenían jurisdicción sobre bienes y hombres, amén de la leña y de los animales, pues ya me dirá usté. No sé yo qué beneficios hicieron esos señores a esta tierra; más bien pienso que los beneficiados fueron ellos, que a la fin y a la postre vendieron las tierras que no habían tenido necesidad de comprar, porque se las habían regalado.
Y Braulio, que comparte íntegramente la teoría del hombre, siente nacer en su interior una corriente de simpatía hacia el otro y, llevado de su ingenuidad, le dice que, si viene por leña, que no tenga cuidado, que arranque una carga, que él hará la vista gorda. Y sacando la petaca propia se la ofrece al hombre con un ademán de cordialidad que hubiera sido difícil suponer un rato antes. Pero el hombre le contesta que ya no hay conflicto con la leña, que desde que han comprado las cocinas de gas se gasta mucha menos. Además, ahora los de Horcajo les dejan sacar unas pocas cargas del cerro que está encima de la fuente del Arrecío.
Y el hombre se incorpora, desata el caballo, monta y sale a la cañada dando voces. En la lejanía tres vacas levantan la cabeza y, como si una fuerza invisible las atrajera hacia el jumento, inician la marcha hasta llegar al hombre. Braulio observa desde la pared, el cigarro en la boca, pensando que, muchas veces, una buena conversación derriba más muros que un cañón.
RHM
Agosto2011.

viernes, 7 de octubre de 2011

VERANO

Amor de madre y lección de vida. En otros tiempos hubiéramos llegado corriendo con el puchero en la mano. Y en otros, aún más lejanos, el color del becerro nos hubiera llamado la atención hasta hacernos pesnsar que no sería nuestro.






A las seis de la tarde, en pleno agosto, por la terrible sierra castellana, con tres de los suyos -polvo, sudor y hierro- Loren cabalga. Y cabalgó hasta que un inoportuno reventón le obligó a detenerse. Cambiar la rueda a un coche nuevo no resulta fácil, sobre todo si no se ha leído uno el libro de uso. Si Lorenzo escribiera esto, diría que estuvimos a punto de perder la vida, pero como no es él quien escribe, diré que sudamos bastante, ellos sobre todo, pero que salimos ilesos.

¿Dragones o pájaros a punto de volar? La Naturaleza, siempre caprichosa, ha modelado año tras año, siglo tra siglo, las rocas hasta coformar estas figuras que son un regalo para la vista.




sábado, 10 de septiembre de 2011

OCTUBRE





Anda el otoño tan revuelto entre nieblas y agua que no se puede hacer nada en el campo. Así que cuando esta mañana el sol ha teñido de amarillo los picos de la Jerrera anunciando un día de octubre fresco y seco, los hombres y las mujeres del pueblo se han preparado enseguida para recoger las patatas antes de que la lluvia convierta otra vez los huertos en chapinales. Braulio ha ido antes a la pastoría a apartar las ovejas y se he llevado las suyas a Los Maíllos, para que ramoneen un poco en las lindes y se coman las vides, mientras que él ayuda a la hermana. Braulio está hoy contento. Anoche vino el sobrino, un muchacho joven que anda en la ciudad, aprendiendo a vivir, de dependiente en una tienda de chiche. No conoce el hombre el sueldo del mozo, que no será grande, pero el muchacho ha venido conduciendo un coche y la hermana está más contenta que unas castañuelas.
El vehículo, de un color azul oscuro, algo descascarillado, tiene en el cristal trasero un disco redondo y negro con un ocho y un cero pintados de blanco. Cuando Braulio ha preguntado, el sobrino le ha dicho que, como es novato, el ochenta es para indicar que no puede pasar de esa velocidad y que además tiene prohibido ir por carreteras nacionales y autopistas los domingos y festivos antes de las doce de la noche. Es decir, que si viaja de día, tiene que hacerlo por las comarcales y locales.
Braulio nada ha dicho; ha ido a por el burro y con la ayuda del mozo ha cargado dos sacos de patatas, uno a cada lado de la albarda, enlazados, y se ha echado al camino no sin antes indicar a la hermana que cuide de que las ovejas no se metan en los huertos que están sin coger, que, luego, cuando él vuelva, ya las llevará al prao del Machoto para que se harten, que el otoño será malo para la siembra y las patatas, pero los prados rebosan de hierba. Y ahí va Braulio con el burro del rabero bien pegado a la orilla de la carretera -que últimamente la Guardia Civil te da un disgusto en cualquier momento-, la gorra calada hasta las cejas, el cigarro en la boca, medio apagado, la garrota en la mano y la cabeza dándole vueltas al ochenta del muchacho. Recuerda Braulio que cuando él aprendió a montar en la potra de casa, en los campos de Brozas, el padre siempre le decía que jinete y caballo nuevos necesitan luz y buen terreno. Tú monta siempre en la cañá, no te metas entre las piedras ni las jaras, busca el terreno limpio para que el animal galope sin trabas. Y así aprendió Braulio, buscando los caminos de carros y las mañanas de sol, hasta que la maña y el dominio sobre la yegua le convirtieron en uno de los mejores jinetes del pueblo, capaz de dominar cualquier caballo. Y piensa el hombre que eso sería lo que le vendría bien al sobrino: luz y buenas carreteras; y piensa también si los políticos que han parido tal idea serán conscientes de la barbaridad que han hecho y, sobre todo, si alguna vez, aunque ya estén retirados, sentirán algún cargo de conciencia por los jóvenes novatos que van a morir en esas carreteras llenas de curvas asesinas en noches de agua, viento y nieve, sólo para dejar libre el camino a los conductores más experimentados. Porque eso también lo ha dicho el muchacho: Tío, es que hay que evitar los embotellajes. Y a Braulio la palabra le ha parecido tan horrible como la norma.
RHM
Julio2011.

martes, 30 de agosto de 2011



LA BENDITA CRUZ DE MAYO
A quien trabaje el día 13 de mayo no le faltarán trabajos en todo el año.
Hoy Braulio ha tenido un percance. No es que él sea supersticioso, que no es el caso, pero algo habrá, porque lo cierto es que hoy es 13 de mayo y el refrán lo dice bien clarito. Otra cosa es lo que interpreten los que no saben de esto, como la médica, que cuando conoció la sentencia dijo que qué bien, que trabajo es lo que hace falta. La pobre mujer no fue capaz de entender que trabajo ahí no quiere decir trabajo precisamente.
Ya hacía días que le tenía dicho Juan Mindaña que le ayudara a domar la chota, pero no pensó que tuviera a ser hoy, día tan señalado en el pueblo. A lo mejor Juan no ha tenido otro remedio porque ya es tiempo de que las vacas se vayan a la dehesa y, seguramente, quería enganchar antes la novilla, que luego no se sabe cómo bajan y, en agosto es mucho peor, porque no encuentras un huerto en condiciones, todos están duros como piedras y no es cuestión de agarrar al animal y que se hiera o le pase cualquier cosa.
El caso es que hoy, cuando la han sacado de la casilla, la tía Bastiana ya les ha advertido de lo poco conveniente de la fecha e, incluso, ha llamada burro a Juan, que no ha hecho ningún caso, la verdad. Han llevado la yunta a los huertos de la Torre, que son llanos y están de barbecho a la espera de las patatas y, con engaños y carantoñas, han conseguido uñir a la chotona, una erala guapa como pocas, negra y pelifina, que está gorda como una nutria. Pero ha sido atarla al yugo y se ha puesto como loca, dando unos botes de espanto. Enseguida Braulio se ha dado cuenta de que la vaca grande no iba a tener fuerza para sujetar a la nueva ni siquiera con la ayuda de los dos hombres, Juan a la soga y él con la ijada. Y así ha sido porque en uno de esos saltos imposibles la yunta ha caído por el lindón con tan mala fortuna que la chota se ha golpeado contra un roble y ha perdido el cuerno izquierdo, se ha escornado, que decimos nosotros. El disgusto de Juan era bien visible, porque un animal así no vale mucho y no tendrá más remedio que quitarle. Y a ver quién escucha ahora a la Sebastiana. Y al pueblo, que seguro que le saca punta al día y al cuerno.
RHM. Febrero 2011.

jueves, 7 de julio de 2011

MOLINO







Hoy Braulio está de cabrero. Le tocan las cabras: ya se sabe, uno del barrio arriba con uno del barrio abajo; con él está el muchacho chico de Gregorio y, la verdad, desde que han salido del pueblo, Braulio casi ni le ha visto. El mocete trae una perrilla negra, bastante nueva, que anda como loca husmeando los rastros de los conejos, con el muchacho detrás, a su bola, como dicen los sobrinos. Así que Braulio está en los Rosalejos, sentado sobre una piedra de granito, dura como el acero, recostado sobre el morral, los ojos entrecerrados, el cigarro en la boca y el oído atento a los changarros de las cabras que ramonean entre los rebollos y los calabones.
Anda Braulio dándole vueltas a la vida. Anida hoy en su cabeza un cierto poso de tristeza; mira al otro lado y sólo ve la carretera vacía, detrás de las encinas, allí donde se mató el cartero, que bien que lo vio él aquel día de marzo, que estaba como hoy en el Castrejón, con los chotos, y desde los regajos Grandes estuvo un buen rato viendo el coche blanco, un seiscientos dicen que era, medio tumbado sobre la cuneta, inmóvil. Y Braulio pensando que dónde andaría el chófer, sin saber que el hombre estaba ya muerto, atrapado entre la puerta y el suelo. Nadie sabe cómo va a acabar. Por eso le jode que el muchachete ande perdido con la perra. Porque hoy, no sabe bien el porqué, necesita compañía. Y bien dispuesto que venía él desde que supo que tendría tal compañero. Dispuesto a enseñarle las cruces de piedra que marcan las lindes con lo de la Angostura, una cuestión de necesidad, porque el día que falten los viejos no se sabe qué pasará con las lindes y los linderos.
Braulio se levanta con cierta dificultad y comienza a bajar hacia las cercas del tío Cabecilla. No quiere que se metan las cabras, que estos de la Aliseda son como son. Busca la vereda del Portechuelo y allí se encuentra con Carolo. Viene el molinero con dos bestias: una mula chiquita y regordeta y la yegua, también negra, que le compró a Alfonso, a Alifonso, como dice Carolo. Lo hicimos en un momento, en el arroyo Caliente. Véndeme la yegua, cuánto me das, mil pesetas y tuya es la yegua. Así, todo de un tirón y Alfonso que se baja y se monta en la otra y Carolo que se lleva la negra. Trae dos costales de trigo, de harina más bien, que lleva al pueblo para que las mujeres amasen el pan. Se despiden y Braulio no puede menos que pensar en el molino, un viejo caserón situado en la margen derecha del río. Braulio recuerda que el padre del hombre que camina detrás de la mula regentó el molino hasta que la mala suerte le mató enganchándole en una de las correas que mueven el cedazo. Braulio ha ido muchas veces a moler. Por eso ama todo lo que tenga que ver con el molino: la tolva, las piedras, las correas, el agua… Incluso las telarañas empolvadas de harina que cuelgan de las vigas del techo como blancos fantasmas le parecen familiares, como de casa. Todos los ruidos le son conocidos: la caída del agua, el traqueteo de la madera de la tolva, el runrún de la piedra enorme cuyo movimiento tanto le cuesta imaginar… Todos conforman una música armoniosa que invita al sueño. Y más de una vez, Braulio se ha quedado dormido plácidamente sobre las piedras limpias de musgo de la entrada, a la sombra de los alisos, hasta que el molinero ha venido a despertarle. Despierta hostias, que estos de Horcajo no pensáis más que en dormir. Y Carolo le lleva hasta un arca enorme donde cae la harina y Braulio la coge y la frota suavemente entre los dedos calculando su textura y le dice al molinero que le cobre la cueza, pero este responde que se la ha cobrado ya y Braulio pone cara de circunstancias y meten la harina en el costal y cargan el burro y Braulio se despide e inicia el camino de regreso.
Braulio imagina ahora al molinero descargando los costales de harina y cargando otros de grano en cualquiera de las casas del pueblo, aunque no esté el ama, como dirá él, porque Leandro tiene esa confianza que dan los años y que le permite subir al sobrado y coger el grano. Cualquier casa antes que volver de vacío. Y así, andando y pensando - pan y agua, pan y vida-, el hombre, siempre detrás del rebaño, cruza la Quebrá y llega a la fuente de la Joya, se sienta, coloca el morral de cabecera y se tumba en el regajo, esperando que aparezca el muchacho, si es que aparece. Y aparece, pero solo, sin la perrucha y cuenta que el animal se ha metido en una cueva, debajo de un canchal, detrás de la Balsa, cerca de la pilas, persiguiendo un bicho, el muchacho no sabe qué es, y que no sale y que su padre le va a matar. Y Braulio, que pensaba explicarle las hermosas vistas del Circo de Gredos, ni siquiera lo intenta, porque se ve que el mozalbete no está para turismos. Así que se sienta, abre el morral y saca la merienda. Y antes de que desate la servilleta, llega la perra, jadeante y sudorosa, con la lengua fuera y un arañazo en una oreja. El muchacho la abraza como si fuera una novia y el bicho le lame las manos y la cara, lo que a Braulio no le hace ninguna gracia, porque los perros son perros. Y, entonces, sí. El muchacho, con la alegría pintada en los ojos, le dice:
- Ande, tío Braulio, cuénteme lo de los novios de tía Jeroma.
Pero el hombre, por eso de mantener la autoridad, le pide que vaya a volver las cabras, que van llegando al cancho de la Mula, en la linde de lo de Navasequilla.
- Que ya sabes que esos tienen malas pulgas.
El muchacho no le oye, porque, con la fuerza de los pocos años, corre como un gamo, monte arriba, seguido del perro. Y, antes de que lleguen, las cabras, como si una fuerza invisible se lo ordenara, rodean la cabeza y enfilan hacia la cumbre del Sillar. Braulio tiende la vista sobre el rebaño extenso, escucha las esquilas armoniosas y siente cómo una sensación de paz le recorre la espalda, como si el mundo se acabara aquí, entre los peñascos del Castrejón.
RHM.
Julio 2011

lunes, 30 de mayo de 2011

TRILLO





En agosto el amarillo lo invade todo. Amarillo de trigo, de campo, de sol. Amarillo en los sombreros de paja de los hombres y en las gorras primorosas de las mujeres. Todos los quehaceres de este mes conducen a la era, como las gargantas de la sierra conducen al río. La era es el río y la mies recogida es la paz. Casi un año entero cuidando el grano, mimándolo, esperando y rezando para que todo llegue a buen puerto, para que por fin se vea en los costales. Ya hemos recogido el pan, dicen las mujeres con alivio, con el mismo tono con el que afirman que la Cordera ha parido con bien, que han vendido la lana o que el muchacho ha venido de la mili.
Hasta que llegan las vacas, en la era todo es quietud y sosiego; todo parece estar en orden: la parva tendida desde el día anterior, los yugos preparados, los trilladores expectantes… Pero con los animales, todo se torna actividad frenética: la calma y el silencio de la mañana se ven repentinamente rotos por las yuntas de vacas que entran en la parva al asalto, como caballos desbocados; por los burros, ingobernables y estúpidos, que no encuentran el camino, como si la era se les quedara pequeña; por las voces y los trillos que se arrollan; por las montañas de paja, como olas gigantescas en las que los trillos podrían ser tablas de surf, si los niños supieran qué es eso.
A mediodía se para todo. Las vacas se quedan quietas, rumiando tranquilas como si ninguna cosa pudiera alterarlas. A los burros se los desengancha del trillo, se los lleva a beber agua y se les permite comer un poco de la misma parva, con sumo cuidado, el grano justo, porque el torzón es traicionero y puede matar al bicho más fuerte. Los hombres y mujeres, provistos de enormes horcas de hierro, dan la vuelta a la mies entre nubes de tamo, abriendo una zanja enorme, como una trinchera. Los niños aprovechan para los primeros juegos a la sombra de los robles, esperando impacientes el momento de la comida.
La tarde es otra cosa. Después de comer todo se ralentiza y en la parva sólo se oye el canto armonioso de la madre; el padre, tumbado a la sombra de los robles, intenta un breve sueño que le alivie del cansancio del día; los niños, desangelados y somnolientos, esperan cualquier cosa que altere el tedio de las horas: que llueva, que toquen las campanas, que se produzca un accidente o que el padre mande a alguno de ellos a llenar el botijo de barro a la fuente. No, a ese no le entrego yo el barril, dice la madre. Los buenos propósitos de la mañana han desaparecido. En las cabecitas de los niños comienzan a anidar ciertos agravios comparativos: que si a la hermana la han relevado varias veces, que si Fulano fue a dar agua a los burros, que si el primo fue el encargado de cortar una vara, que si yo, como voy a ir a llevar las vacas a la dehesa, tengo más derecho al descanso que ellos… A eso de las cinco, cuando cae el sol y en el suelo comienzan a dibujarse las primeras sombras oscuras, llegan las tías y la abuela. Los niños las han visto ya aparecer por la Portillera, limpias y sosegadas, totalmente vestidas de negro –sólo la gorra de paja pone una nota de color en su atuendo-, hablando entre ellas y sonriendo, caminando despacio, como si no tuvieran ninguna prisa o quisieran retrasar el barullo que su entrada produce en la era. ¡A mí, abuela, a mí. Relévame! ¡A él no, que hace un rato ha ido a beber agua; a mí, que no me han relevado en todo el día! Pobrecito mío, comenta la abuela con una sonrisa pícara. Y los gritos se transforman en voces y las voces en llanto y pronto toda la era es un griterío infernal donde sólo los animales mantienen la calma, como si esa algarabía escandalosa no fuera con ellos. Y entonces, sobre el cri-cri de las cigarras y el alboroto de los niños se oye la voz del padre, alta, grave. ¡A que me quito el cinto! Y por un momento se hace el silencio, pero enseguida se reanudan las voces porque los niños saben que no se va a quitar el cinto y que si lo hiciera, los cuerpos de las mujeres se interpondrían entre ellos y el hombre. Y él también lo sabe, por lo que, refunfuñando algo sobre trillar con niños, coge un puñado de baleos y se dispone a hacer una escoba, desentendiéndose inteligentemente del escándalo que forman las mujeres y los niños. Luego, todo se calma, los chiquillos están en la sombra, tumbados sobre los aparejos de los animales, y en la parva sólo se oyen los cantos cadenciosos de las mujeres y, de vez en cuando, alguna risa satisfecha. La calma ha vuelto y ya sólo queda esperar la hora de la suelta.
RHM. Mayo 2011.

lunes, 9 de mayo de 2011

YUGO







Braulio lleva ya un buen rato sentado a la sombra de un roble fumando un cigarro de picadura que ha liado con el ritual de siempre: el tabaco justo en la palma de la mano, el papel entre los dedos anular y meñique, el examen minucioso del montoncillo para quitarle las estacas, el depósito del tabaco en el papel, el giro suave con los dedos, la lengua que humedece la cola y el cigarro que surge, redondo y grueso, algo excesivo, quizá. El chisquero, la piedra y los golpes contundentes con el canto de la mano derecha sobre la rueda, y la chispa que enciende la mecha, la aplicación al extremo del cilindro y la primera chupada, larga, profunda y el humo que se recorta contra el azul del cielo de agosto. Braulio no tiene más vicio que el del tabaco, y ni siquiera sabe que es un vicio. Fuma porque los hombres fuman y porque ya es un hábito colocarse el cigarro entre los labios y esperar, entre chupadas y nubes de humo, a que se vaya consumiendo. Ningún médico le ha dicho que deje de fumar; es más, con D. José se echa sus buenos cigarros cuando coinciden en los caminos porque el médico también es aficionado. Sólo una cosa preocupa a Braulio con esto del tabaco: los fuegos. Aún recuerda cuando Santiago, el Machorro, prendió la casilla por dejar un cigarro encendido a la puerta del pajar, encima de una piedra del machón. Se le olvidó, y se enteró cuando le despertaron las campanas tocando a fuego, de madrugada. La cosa terminó con la casilla propia y la del Diola hechas escombros y con la vaca de Félix abrasada. El burro de Santiago, como estaba suelto, logró salir, pero la vaca, atada al pesebre por un grueso cornil, no. El pueblo reaccionó como en otras ocasiones, Braulio estuvo allí, firme en la fila que se formó desde el pilón hasta las cuadras, pasando los cubos de agua, y luego se acercó al fuego para ver al cura que se había quitado la sotana y que, sudoroso como un campesino, daba toda una lección de manejo del hacha en lo que quedaba del tejado. A Santiago aquello le costó la vida, porque desde el incendio no levantó cabeza y murió al poco tiempo. Por eso Braulio no fuma en la parva y tiene sumo cuidado cuando lo hace en el campo en el verano.
En estas reflexiones anda el hombre, medio adormilado, la gorra sobre los ojos entrecerrados por la claridad de la mañana de agosto, cuando el tropel de las vacas y el ruido frenético de los changarros le ponen en guardia. Braulio se levanta, coge el yugo, desata las coyundas, traspasa la puerta y se sitúa en medio de la carretera. Cuando llega la primera vaca, la llama por su nombre – ven, Morena, ven, entra- le coloca el yugo sobre la cabeza y, como quien sigue un ritual mil veces repetido, traba el engaño en el cuerno izquierdo mientras el sobrino, que ha traído el ganado de la dehesa, sujeta el otro extremo del yugo. Cuando termina, llama a la otra vaca, también por su nombre, - entra, Garbosa, entra-, la agarra suave pero firmemente, de los dos cuernos, y la lleva hasta donde espera la primera, el yugo sobre la cabeza, rumiando tranquila; repite todos los pasos anteriores, traba una fina soga de los cuernos y de la oreja derecha de los animales y con voz animosa conduce la yunta a la parva.
RHM. Abril 2011

lunes, 11 de abril de 2011

ERA


Salíamos del pueblo por la Portillera antes de amanecer y caminábamos deprisa, carretera arriba hasta el camino del cerro, empinado y lleno de piedras traicioneras. Subíamos jadeando, sorteando los barrancos y los cantos rodados, hasta el alto; luego, la bajada y el comentario invariable al pasar por la cruz cincelada en la roca - aquí mató una chispa a un hombre que venía en un caballo a ver la novia-. Lo sabíamos de sobra, desde siempre, pero había que decirlo, como si así exorcizáramos cualquier posibilidad de correr la misma suerte. Cruzábamos el pueblo de Navasequilla, aún dormido, bajo el brillo metálico de un cielo lleno de estrellas, apenas alguna sombra en las calles desiertas o en las eras solitarias y entrábamos en la dehesa por el Charcón, el chozo en lontananza y la cerca al fondo, las vacas echadas, rumiando tranquilas al son acompasado de los cencerros. Entrábamos rompiendo la quietud casi idílica de la aurora y, cada uno, buscábamos las nuestras, las que llevaríamos a la era para trillar, dos o tres yuntas - ahí hay una de tu tío Vicente-. Esa, no, que fue ayer- y las sacábamos del recinto para que comieran, todas juntas, mientras nosotros desatábamos el pobre hatillo, pan y chiche, y comíamos también, tumbados sobre la hierba fresca y mullida. Hacia las ocho y media, con el sol ya tendido en la finca, nos íbamos acercando a la puerta, las vacas delante y nosotros estratégicamente colocados detrás, los palos a punto y las voces encendidas, intimidatorias, porque las más viejas intuían ya que el buen trato de la mañana no era gratuito y en algún lugar de su cerebro debían representarse duras imágenes de un largo día enganchadas al yugo, tirando del trillo en una serie de giros interminables y monótonos. Y, de repente, una levantaba la cabeza y echaba a correr como loca, garganta arriba, el rabo levantado, sin volverse, con un solo objetivo: huir cuanto antes de la puerta fatídica porque, una vez fuera, la angostura de la calle impediría cualquier intento. Entonces estallaba la batalla: voces, gritos, insultos y la carrera de los más jóvenes detrás de la vaca díscola mientras los mayores se ocupaban de las otras. Al final, el encuentro irremediable, el palo en el morro o en los costillares, el grito de desahogo -qué te creías, puta-, el jadeo sudoroso y la satisfacción y el reconocimiento agradecido de los otros – pues hoy, si no llegas a venir tú, esta no sale-.

sábado, 26 de marzo de 2011

QUÉ SUEÑA MARCELINO



Hace unos días que unos alumnos de Marino le regalaron un buche precioso, redondo y peludo. El burrillo es pequeño, sumiso y alegre, hermoso como un diosecillo trotón. Se llama Marcelino y ha venido a romper el tedio rutinario del largo invierno serrano.


QUÉ SUEÑA MARCELINO




Desde que los vi entrar por el testero del prado supe que algo iba a cambiar en mi vida de burro en ciernes. Venían hablando ente ellos, riendo y fumando, señalándome con los garrotes. Eran tres mozos jóvenes y fuertes. Me cogieron en brazos y sin más explicaciones me sacaron del prado y me metieron en una especie de cajón enorme y con ruedas que iba enganchado a un coche de los que llaman todoterreno. El habitáculo tenía una ventana enrejada y por ella, bajo un cielo plomizo, vi cruzar campos yermos y árboles sin hojas. Circulamos un buen rato y, cuando nos detuvimos, los mismos brazos fuertes y vigorosos me bajaron del vehículo y, con mucho cuidado, con mimo, incluso, me metieron en un cercado enorme con muchos robles y poca hierba y me entregaron a otro hombre vestido de azul que, al principio, pareció sorprendido, aunque, por los gestos de asentimiento y las risas agradecidas, supuse que mi presencia no le desagradaba. No puedo decir, como el poeta, que entré en el prado con un trotecillo alegre, acariciando con mi hocico las suaves florecillas porque, ni había florecillas, ni mi ánimo era alegre. Entré más bien obnubilado y tristón, casi a punto de llorar y me acerqué a buscar el amparo de una potra oscura, de buena alzada y algo apática, que me recibió con la más absoluta indiferencia. Y aquí estamos ahora la yegua y yo, únicos habitantes del recinto, hermanados como si fuéramos familia de verdad: ella aparentemente fría, distante y altiva, y yo pequeño y chiquito, indefenso, buscando siempre la protección de la compañera, fuerte y poderosa, que, ahora sí, me acoge como a un hijo indefenso. Viendo pasar la vida y soñando… Soñando con campos amarillos de trigo, con mañanas cubiertas de rocío, con arroyos calientes y gargantas de aguas frías y cristalinas; soñando con rebuznos que rompen el silencio de la tarde, con pesebres repletos de pienso; con mozas en flor que cantan y aman. Soñando, en definitiva, con un tiempo pasado que no ha de volver.


RHM. marzo2011.

martes, 8 de marzo de 2011

SOPA CASTELLANA


Braulio es ante todo un hombre serio. Serio por dentro y por fuera. Grande, aunque no excesivamente, fuerte, de aspecto noble. Tiene una hermosa cabeza redonda y unas facciones armónicas y proporcionadas. La frente amplia y el pelo escaso; la nariz ancha y recta y la boca dura y firme, cerrada por unos labios finos y algo herméticos. Las orejas pequeñas y el mentón redondo le dan un aspecto de hombre campechano y prudente.
Y es que Braulio es campechano y es prudente, y, desde hace algún tiempo, algo contestatario y un poco burlón, socarrón, incluso. En los concejos Braulio no es de los que hablan sin ton ni son; suele colocarse al fondo, como si quisiera pasar desapercibido, aunque permanece atento y asiente o niega según convenga.
Es un hombre generoso, pero no tonto. Braulio es de los que entregan la petaca al compañero para echar un cigarro de picadura, pero, si el otro lo lía tan gordo que apenas le cabe en el papel, a Braulio no se le olvida y es capaz de no fumar en todo el día si se junta de nuevo con un sujeto así de aprovechado. Braulio ama el léxico sencillo y las frases directas. No es amigo de eufemismos y seguramente, desde donde esté ahora, andará partiéndose las muelas con ciertos usos del lenguaje, sobre todo del que emplean los políticos. A Braulio eso de ganar el futuro, construir las libertades, configurar las políticas y otras expresiones parecidas le produce una cierta sensación de vacío. Él es más partidario de los términos directos, de guiarse por los indicios de la naturaleza. Braulio sabe que si no cura las pezuñas de las ovejas, va a tener una cojera de tres pares de narices o que si pela antes de los últimos de mayo, muchas se van a morir de frío. Y eso por no hablar del tiempo. Braulio es capaz de saber la hora con sólo mirar al sol o de adivinar si va a nevar por el ruido del río o el color del cielo. En fin, en esto del lenguaje a Braulio le gusta la claridad. Aún se ríe cuando se acuerda de aquella vez, en la feria de Cáceres, cuando el amo invitó a comer a los pastores a un restaurante de postín, aún no sabe bien Braulio cómo pudo estar tan generoso. El caso es que en la carta se anunciaba, entre otros, como primer plato sopa castellana con pan de pueblo aderezada con hierbas salvajes. La pidió porque le recordaba a su tierra y también porque, aunque él no lo diga, es algo naturalista y etnógrafo, y esperó expectante. Cuando el camarero trajo la fuente, Braulio, que es de buen beber y mejor comer, no pudo reprimir el comentario:
- Joder, pero si esto son sopas de ajo.
Y desde aquel día supo Braulio que el tomillo y el romero son hierbas salvajes, por más que él las considere domesticadas desde hace mucho tiempo.

lunes, 21 de febrero de 2011

POLITICOS Y RETORTIJONES


Hoy Braulio anda algo malucho. Ayer subió con el ganado hasta la fuente del Arrecío y debió de abusar del agua porque ha pasado mala noche, en un ir y venir de la cama a la casilla, con el vientre como un acordeón. Esta mañana ha ido al médico y mientras esperaba, ha ojeado un periódico que había encima de una silla, en el consultorio. Se ha fijado en él más por cierta necesidad inconsciente que por otra cosa, porque ni de leer tiene ganas hoy Braulio, ocupado como anda con la música de las tripas. Sin embargo, algo le debe de haber llamado la atención porque ha cogido el papel y ha leído el titular: “Hay que pagar bien a los políticos para evitar la corrupción”. Y Braulio ha soltado el periódico encima de la silla como si fuera un bicho que estuviera a punto de picarle. Manda huevos, piensa el hombre entre retortijones. Que hay que pagarlos bien para que no metan la mano en el puchero, porque si cobran poco, pues, qué va a pasar… Y entonces, qué ocurre con los demás, conmigo mismo. Como ganamos la décima parte que ellos, una mierda, vamos, debemos ser todos unos corruptos de la leche. Tiene cojones la cosa. Y, achuchado por un dolorcillo en la parte baja del vientre, Braulio se ha levantado con cierto trabajo y ha empezado a caminar hacia su casa. Eso sí, ha cogido el periódico por lo que pueda pasar en el camino.

lunes, 24 de enero de 2011

AL TÍO CANTA


- La misma esquila, Valeriana, la misma esquila.
Braulio no suele hacer caso de la radio cuando habla del tiempo. Prefiere fiarse de su intuición: si Serrota se alborota y Greos tira peos… Si hace frío, se pone al sol o se calienta en la lumbre y si hace calor, busca la sombra. Por eso tampoco suele hacer caso de la radio cuando habla de las temperaturas, quizá porque no tiene muy claro eso de los grados bajo cero. Esta mañana, el pueblo ha amanecido con un nevazo enorme y de las canales cuelgan unos caramelos monumentales. Braulio se ha acercado a la plaza para saber si saldrán las cabras y, allí, en amigable charla con otros que quieren saber lo mismo, al tibio sol de la mañana, se ha enterado de lo del tío Canta.
El tío Canta es un hombrecillo algo mayor que vive en uno de los pueblos de arriba. En la aldea la mayoría está al corriente de que, desde hace algún tiempo, el hombre baja con cierta asiduidad a visitar a la tía Poro, una viuda grandota y dispuesta. No se sabe con certeza el trato que mantiene la pareja, aunque se intuye, porque la señora, de carnes prietas, está aún en buena edad. Por lo demás, en el pueblo, todo el mundo ve con buenos ojos la relación y, excepto algunas beatas y ciertos meapilas, la gente entiende que dos personas sin otros compromisos se alegren el invierno como puedan.
El caso es que anoche, como en otras ocasiones, el tío Canta bajó a ver a la tía Poro y cuando regresaba, a punto de amanecer, a su lugar de origen debió salirse del camino borrado por la nieve y cayó a la cañada del tío Matamoros. No pudo salir y allí le ha encontrado algo después el Pedrito que subía con el mulo cargado a vender a Navasequilla. Cuentan los hombres en la plaza que el de Aldeanueva se asustó un poco al oír los quejidos y lamentos que llegaban del huerto y se sorprendió aún más cuando vio al tío Canta hundido en la nieve hasta los sobacos y a punto de sufrir un colapso. Lo sacó como pudo y lo trajo al pueblo. Y allí está, sentado al solecillo tibio, a la puerta de Valeriana, arropado con una manta de jerga. Braulio no puede resistirse y deja el grupo para acercarse al hombre. No tiene buena pinta, la verdad. Se trata de un hombrecillo pequeño, ya entrado en años, de escaso pelo y mirada huidiza. Va vestido con calzones de estezao y zamarra de piel. Encima lleva una pelliza de gruesa lana que, seguramente, le ha salvado la vida. Está descalzo porque le han quitado las abarcas y los deales para calentarle los pies. El hombre bebe con fruición de un vaso de hojalata un café humeante que le debe de haber preparado alguien y que le va calentando el cuerpecillo. Parece algo avergonzado y harto del espectáculo que se está montando a su alrededor y de la curiosidad que suscita en la gente, ociosa por el mal tiempo. Así que cuando la tía Valeriana se interesa por él y le pregunta de nuevo que qué es lo que más le duele, el hombre, a punto de perder las formas, contesta:
- La misma esquila, Veleriana, la misma esquila.
Braulio se ríe por lo bajo y se aleja hacia su casa. Por el camino va recordando un verso que recitaban unos pastores de Burgos un año que estuvo con ellos en el Galapero: ya me come, ya me come,/ por do más pecado había.
RHM. Enero 2011
La foto es cortesía de Juli García Madera.

jueves, 13 de enero de 2011

EL QUÉ DIRÁN


Aunque él no lo sabía, Braulio era algo filósofo. Grande y fuerte, con la cabeza redonda y firme y unos ojos negros y lánguidos que indicaban pensamientos profundos. No era un campesino al uso, o, por lo menos, nunca se le había visto agobiado con el trabajo, ni siquiera en la fuga del heno. Tampoco sería de los que montaban gresca cada mañana con la mujer y los hijos, si los hubiera tenido -que no era el caso, porque Braulio estaba soltero y bien soltero- Era más bien tranquilo y parecía disfrutar de cada paso que daba, cuando decidía dar alguno, porque otras veces se recostaba plácidamente sobre las piedras de alguna pared, se bajaba un poco la punta de la boina sobre los ojos, a modo de sombrero y se perdía en pensamientos que sólo él conocía, dejando pasar el tiempo, calentándose al sol del invierno como un lagarto necesitado de energía para poner en marcha los músculos del cuerpo. Así podía estar horas, sin importarle nada y, sobre todo, sin importarle la opinión de los otros, eso que el cura llamaba “el qué dirán”.
Braulio había pensado muchas veces en esa manera de nombrar algo con tres palabras: el qué dirán. Él estaba acostumbrado a los nombres certeros, directos como una flecha al significado de las cosas. Una orejera era una orejera y un cuño era un cuño. Cuando oía estas palabras, Braulio representaba mentalmente el objeto y lo veía claro, nítido, adornado, si acaso, con alguna experiencia, agradable o no. Por eso cuando el cura decía que había que tener cuidado con “el qué dirán”, Braulio, medio adormecido en la penumbra de la iglesia, no lograba imaginarse nada; se rascaba la cabeza con cierto disimulo, como acomodándose la gorra, entrecerraba los ojos intentando mirar hacia adentro, pero sólo encontraba un vacío negro indicador de la nada más real.
Por el verano solía volver al pueblo Eufrasio, un compañero de pastoreo que había emigrado a la ciudad, y que hablaba por los codos. Braulio ponía siempre cuidado en lo que decía el otro, sobre todo en las palabras nuevas que usaba profusamente. Un buen día, caminando bajo la sombra fresca de los álamos de El Venero, Eufrasio dijo que en Madrid el coche era una herramienta de trabajo. Así; una herramienta, y lo remachó dos o tres veces. Braulio repitió el ritual de la gorra y los ojos y tuvo que rebuscar un poco en su cabeza para identificar el coche como una herramienta corriente -una hazada o una guadaña- hasta descubrir una imagen concreta: se vio en el cómodo asiento trasero de un coche que le llevaba al prado de los Eros en un momento y que le recogía luego, harto de segar; eso sí que era una herramienta y no el burro.
Esto de el qué dirán le tenía algo desasosegado. Porque Braulio pensaba que entre lo que se dice y lo que se hace siempre ha habido bastante diferencia y que eso de vivir de cara a lo que pudieran decir los demás iba o crear unos hombres de moral intachable en lo que se veía y no tanto en lo que sólo veían ellos mismos. Y pensaba Braulio en esos tipos que nunca habían roto un huevo, ponderados en el decir, en el comer y en el beber, primorosos en el trato con la mujer y hasta con el ganado. Y los imaginaba en sus casas, con una mala leche considerabe, prontos en el insulto y ligeros de mano, y eso sin ir más allá, porque a saber qué pensarían y qué perversiones se les ocurrirían a esas mentes tan preocupadas por una forma de vida monocolor.
Por eso cuando supo que la Pascuala le miraba con buenos ojos y la invitó a la Rebolla para estrechar la relación y lo que se pudiera estrechar y vio que la moza se mostraba poco receptiva y bastante preocupada con el qué dirán, Braulio decidió ajustarse en Brozas de por año con unos de León y no quiso saber nada más de ella. Por eso estaba soltero, gracias a Dios.
RHM. Dic2010.