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jueves, 11 de noviembre de 2010

PAN

Apenas vislumbró por entre las hojas de la puerta un hilo de luz, se echó abajo de la cama. Llevaba ya un buen rato despierta, como siempre que tenía que masar, esperando que se hiciera de día. Entre los oficios propios de la mujer, amasar el pan le gustaba especialmente: convertir la harina blanca y fina en pan tierno y esponjoso evocaba en ella cierta misión esencial y creadora; pero, sobre todo, era el propio proceso lo que llevaba a la mujer a reflexiones íntimas propiciadas por el agua tibia, la harina maleable y el calor de la cocina.

Se abrigó bien y metió en casa un haz de escobas que había dejado ya preparado en la casilla la noche anterior. No se fijó mucho en la fina película de nieve que adornaba el suelo ni en los carámbanos que colgaban de las canales porque en el pueblo y en este tiempo era algo natural. Encendió la lumbre y colgó de las llares un gran caldero de cobre, limpio y reluciente por dentro, lleno de agua a la que añadió un buen puñado de sal; bajó la artesa del sobrado y la colocó en el escaño y, mientras se calentaba el agua, se bebió un tazón de café con leche y un poco de pan. Luego se lavó cuidadosamente las manos, echó la harina en la artesa y vertió el agua, añadió la lielda[1] y comenzó el amasado: despacio, mezclando harina y agua cuidadosamente, con cariño, triturando con las manos los pequeños grumos que se iban formando, una vez y otra hasta que el agua y la harina se fueron mezclando en un solo cuerpo tierno y maleable.

Amasaba la mujer y pensaba. El pan. Pan con chorizo, con queso, solo; pan con todo. Pan. La palabra más importante en las cocinas de Castilla. Ni siguiera lo llamaban trigo cuando lo sembraban, sino, pan. Ya hemos recogido el pan, decían. Lo habían sembrado, aricado, escabuchado, escardado, segado y trillado. Habían sufrido para recogerlo y limpiarlo y se habían enfurecido muchas veces ante la escasa colaboración del cielo que, incomprensiblemente, enviaba el granizo cuando ya estaba seco o la tormenta cuando estaba en la era. No era de extrañar lo que contaba su padre: aquel labriego que, con la parva extendida, ya casi trillada y en la oscuridad encendida por una sucesión de rayos furiosos y una lluvia salvaje, blasfemaba furibundo por encima del ruido ensordecedor de los truenos desafiando a Dios, con una horca en la mano. Baja si te atreves, decía, mientras veía alejarse el trabajo de todo el año y acercarse inexorablemente el hambre, como en tiempos pasados. Hambre para él y hambre para los suyos, porque el pan era el alimento principal: pan en el desayuno, pan en la comida y pan en la cena. Pan a cualquier hora y en cualquier momento. Cómete un bocao pan y vete a cambiar el agua. Pan. Siempre el pan como alimento fundamental y, a veces, único.

La mujer no amasaba ya con las manos, sino con los puños cerrados, hundiendo los brazos, ahora libres de ropa hasta los codos, en la masa tibia y esponjosa. Habían acribado el grano y lo habían envasado en blancos costales, limpios como el jaspe, lo habían llevado al molino y habían seguido el runrún de la piedra, habían frotado la harina entre los dedos calibrando su textura, imaginando el pan. Pan bienhechor, generoso, pan sano, saludable, benefactor. Por eso decía el médico que comieran migas, que cenaran pan, que él no había curado nunca un cólico de sopas.

Cuando la masa tuvo la textura adecuada, la distribuyó con mimo ocupando toda la superficie de la artesa, la roció levemente con harina y la arropó con una manta, como se arropa a un niño y, ciertamente, la artesa y la ropa parecían una cuna. Metió otro haz de calabones en la cocina, los partió, los echó en el horno y, con un tizón de la lumbre baja, los prendió fuego. Se quedó un momento mirando las llamas y, cuando tuvo la certeza de que no se iban a apagar, se retiró hacia la trasera oscura de la cocina y cogió un pequeño pedazo de masa que había separado anteriormente, se sentó a la lumbre, debajo de la claridad de la chimenea y, con la práctica que dan los años, hizo cuatro bolas de masa, moldeándolas en el hueco de la mano y estirándolas hasta formar una especie de torta. Puso a la lumbre las trébedes – ella decía estrébedes- y, encima, una sartén con una buena cucharada de manteca de cerdo que se derritió al instante, y depositó cuidadosamente una torta hasta que adquirió un hermoso color dorado; la sacó y la espolvoreó generosamente con azúcar e hizo lo mismo con las otras tres, consiguiendo unos suculentos bollos fritos que, sin duda, harían las delicias de los hijos cuando salieran al recreo.

La mujer quitó la tapa del horno y se cercioró de que la leña ardía sin dificultad; retiró la manta de la artesa y acarició la masa, hizo un gesto de asentimiento y, con un cuchillo enorme, cortó un buen trozo, lo amasó otra vez, le dio forma de pan y lo depositó encima del otro escaño sobre el que había extendido un mantel. Repitió el proceso varias veces hasta configurar ocho panes redondos en los que hizo cuatro cortes superficiales en forma de cuadrado. Luego formó dos más pequeños, los frotó con aceite y les hundió el dedo índice varias veces siguiendo el borde circular. A continuación moldeó un trozo más para la lielda que usaría la próxima vez. A la mujer le habría gustado inventar panes con formas caprichosas, originales: pájaros, animales, flores o plantas, pero cierto pudor y la trascendencia del oficio se lo impedían.

Se levantó, retiró la chapa de la puerta del horno y, sin más termómetro que la mano derecha extendida, calibró la temperatura. Demasiado caliente, pensó; así que metió del corral un palo largo con unos trapos atados en uno de los extremos – el barredor- lo mojó en un cubo y le restregó por el suelo del horno, encima de las brasas, rebajando así la temperatura. Esperó un momento, cogió una pala de madera, colocó encima el primer pan y lo introdujo en el horno, depositándolo cuidadosamente en el fondo; hizo lo mismo con los otros y con otro palo largo curvado en un extremo, que llamaban jurgunero, fue comprobando que los panes no se tocaban. Cerró el horno y con un paño se limpió unas gotas de sudor que perlaban su frente noble. No estaba cansada, sólo algo intranquila por el resultado de la hornada que se estaba cociendo. Tenía calor, pero se abrigó bien, porque el calor y el frío son muy traicioneros, y salió a la puerta para ir fregando los cacharros que había usado. Cuando entró de nuevo en la casa, un olor familiar y eterno lo invadía todo. Se acercó al horno, retiró la chapa de la puerta, y, con la pala, fue sacando los panes, uno a uno, los limpió de ceniza con un trapo y los fue depositando en un cesto de mimbre para que se enfriaran. Fuera nevaba copiosamente.
RHM. Nov. 2010.
[1] Lielda: levadura. En León, yelda.