Carolo no es pequeño ni peludo ni suave; es más bien grande y áspero. Tampoco es blando y más que de algodón, parece de corcho. Ni siquiera sus ojos, negros como el azabache, son duros, sino blandos, como dos ciruelas negras, redondas y húmedas de rocío. Carolo es un burro grande y desgarbado. Tiene las orejas enormes y caídas y cuando anda las mueve rítmicamente arriba y abajo como en un ejercicio de gimnasia imposible en un asno. El pelo, negro en los costillares y entremezclado de blanco en la barriga y las patas, le da un aspecto seductor de burro color ceniza. Pero lo que hace atractivo a Carolo son sus andares.
Siempre hemos tenido en casa burros indómitos que no cabestrean, que no andan y tan tozudos que, a veces, son ellos quienes deciden la ruta. Ni voces ni palos en el cuello consiguen torcer su voluntad de burros. Sin embargo, Carolo es extrañamente dócil: le tiras suavemente del rabero y te sigue confiado y tranquilo. Lo arrimas a una piedra para montar y espera hasta que te has acomodado en la albarda. Cuando lo tocas suavemente con los talones en la panza, emprende el camino; primero despacio y luego al ritmo que marca el jinete. Con esos andares tan particulares: moviendo rítmicamente los ijares y las orejas, balanceando a un lado y a otro el rabo, deprisa, sin necesidad de palo ni de voces. Al principio el jinete vacila un poco imbuido del balanceo del animal, como si fuera algo achispado, pero enseguida se acomoda al ritmo del burro, como si viajara en una barca mecida por un viento suave y constante.
A Carolo lo han comprado en Extremadura y ha hecho el camino con las ovejas que suben en primavera. Es hijo de una burra del guarda de la dehesa a la que los niños llaman Carola –de ahí el nombre del burro- y de un garañón del porquero, grande como un carro de heno. Antes de traerlo a la sierra, lo han castrado, porque los burros enteros rebuznan como locos cuando ven a otros, aunque sean machos, y resultan muy difíciles de dominar, sobre todo por los niños. Así que al pobre Carolo lo ha capado un pastor experto y como no corre a otros burros ni se encela ni tiene malos pensamientos, se ha puesto gordo como un tejón.
Sin embargo, Carolo sufre un problema bastante común en los burros capones: se espanta. Cuando un lagarto se esconde entre las piedras o una culebrilla repta entre el pasto, cuando un pájaro vuela entre los sauces o, incluso, cuando un golpe de viento mueve bruscamente las ramas de los robles, Carolo se asusta, salta y se retuerce hasta alcanzar un escorzo imposible que puede dar con el jinete en el suelo. Los burros espantizos no son buenos para la casa: un brazo, una pierna, un dedo o cualquier otro miembro del cuerpo son más necesarios que el propio burro; por eso, contra el criterio de los más jóvenes, los mayores han decidido venderlo cuando terminen las tareas del verano.
Hoy Carolo ha estado trillando, firmemente uncido al cuello de otro burro. Todo el día dando vueltas y vueltas tirando del trillo sin un mal gesto, triturando con sus cascos la paja de cebada reseca por el sol; moviéndose lánguidamente, como si no le costara, como si no hiciera calor, como si las moscas no le molestaran, como si disfrutara con las canciones hermosas que le llegan del trillo.
Esta noche los niños hemos ido a verle a la cuadra porque Carolo está triste, como si presintiera que lo van vender. Tumbado sobre las patas traseras, las orejas mucho más gachas de lo habitual, los ojos negros húmedos y llorosos, emite pequeños sonidos, como lamentos profundos. Carolo no ha querido cenar. Los mayores entran con cubos de agua y de comida, pero como no come ni bebe, salen preocupados; dicen que no está triste, que está enfermo. Enseguida echan a los niños, que nos quedamos en la calle con los ojos pegados al cristal de la ventana, callados, escuchando. Carolo tiene torzón. Parece ser que ha comido más cebada de la cuenta y luego ha bebido agua y se le han atascado los intestinos. Eso dice un mayor que entra con una vara de acebo. Entre todos lo levantan con mucho trabajo y lo mantienen de pie, sobre las cuatro patas temblorosas. Colocándose un hombre por cada lado, meten la vara por debajo de la barriga y, firmemente sujeta por ambos, comienzan a moverla adelante y atrás, en un masaje suave que pretende mover también el intestino del burro. Una vez y otra, y otra y así hasta que los dos hombres sudan y jadean. Pero el burro sólo quiere descansar en el suelo y, en cuanto le dejan, se echa. Ni un aire ni nada que indique movimiento en las tripas. Pesimismo en las caras, pesadumbre en los amos. Los mayores hablan bajito, como si no quisieran que el burro conociera sus intenciones y, de pronto, parecen ponerse de acuerdo; levantan con mucho esfuerzo al animal otra vez, lo sujetan firmemente y una mujer, con el brazo remangado hasta el hombro y envuelto en un plástico blanco, introduce la extremidad por el ano del animal en un intento vano de alcanzar el atranco y deshacerlo. Carolo ya ni siquiera se queja; tembloroso se deja hacer y, cuando puede, se acuesta sobre los ijares e inclina la cabeza. Los mayores lo rodean como en un duelo prematuro, firmemente convencidos ya del final próximo e ineludible. Sólo los niños, las caritas pegadas a la ventana, abrigamos alguna esperanza. De pronto, Carolo hace un intento por levantarse, emite un quejido largo y profundo y se deja caer sobre un costado cuan largo es. Luego, se queda quieto, las patas muy juntas y el belfo caído.
RHM
Julio 2010.