En el pueblo siempre tuvimos con Dios una relación de respeto no exenta de temor. El fervor religioso, al menos externamente, dependió mucho del cura de turno. Los hubo que se integraron poco; cumplían fielmente con su cometido, pero apenas se mezclaban con la gente: caminaban siempre solos leyendo un libro de tapas negras y bordes dorados, contestando lacónicamente a las escuetas buenas tardes, señor cura de los aldeanos. Inspiraban poca confianza y si preguntaban algo, siempre surgía la eterna susceptibilidad de los campesinos pobres: ¡Qué querrá saber éste. Si te pregunta, tú no contestes! Y así transcurría la vida religiosa en el pueblo, entre misas dominicales, rosarios en mayo, bautizos, matrimonios y viáticos. Cada uno a lo suyo, o, mejor dicho, cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Sin embargo todo cambió con la llegada del padre Ángel. Cuando me dijo mi hermana que había venido un cura nuevo y que había que llamarle padre, me extrañó bastante, sobre todo porque padre no hay más que uno y el mío estaba, como casi siempre, en Extremadura y yo no entendía cómo mi madre iba a consentir que yo llamara padre a otro. Pero era cierto: había llegado un cura nuevo que se llamaba Ángel, al que había que llamar Padre Ángel. Se instaló con sus padres -estos sí lo eran- en la inmensa y destartalada casa que llamábamos del cura, al lado mismo de la iglesia. La única casa del pueblo que tenía rosales en las paredes y frutales en el gran corral que la rodeaba. Que estuviera separada del antiguo cementerio sólo por una pared no debió importar a los curas porque, al fin y al cabo, hacía muchos años que no se enterraba a nadie allí y, además, como decía mi abuela: “De ahí no ha vuelto ninguno. Ni volverá”.
Sin embargo todo cambió con la llegada del padre Ángel. Cuando me dijo mi hermana que había venido un cura nuevo y que había que llamarle padre, me extrañó bastante, sobre todo porque padre no hay más que uno y el mío estaba, como casi siempre, en Extremadura y yo no entendía cómo mi madre iba a consentir que yo llamara padre a otro. Pero era cierto: había llegado un cura nuevo que se llamaba Ángel, al que había que llamar Padre Ángel. Se instaló con sus padres -estos sí lo eran- en la inmensa y destartalada casa que llamábamos del cura, al lado mismo de la iglesia. La única casa del pueblo que tenía rosales en las paredes y frutales en el gran corral que la rodeaba. Que estuviera separada del antiguo cementerio sólo por una pared no debió importar a los curas porque, al fin y al cabo, hacía muchos años que no se enterraba a nadie allí y, además, como decía mi abuela: “De ahí no ha vuelto ninguno. Ni volverá”.
Recuerdo al cura nuevo como un hombre alto y fuerte, moreno, con el pelo negro, liso, la cara redonda y ancha y la frente amplia. Era algo panzudo y de aspecto imponente frente a los escuálidos vecinos del pueblo. Poseía una voz bien timbrada y un verbo fácil que adecuaba sencillamente al vocabulario de los campesinos. En conjunto, resultaba bastante atrayente Enseguida despertó mi curiosidad, sobre todo por lo que oía a los mayores en la escuela: que subía con ellos a la torre por la noche y tiraban cohetes dando palmadas y golpeándose los pantalones a la altura de los muslos, que les había enseñado a fabricar las obleas que servirían en la iglesia para tomar la comunión, que se sabía un montón de juegos nuevos, como el pañuelo, la bandera y otros, que por la noche esperaban a que bajara de Navasequilla para mirar las estrellas y escuchar de su boca las historias más seductoras... Así que el Padre Ángel tuvo pronto una numerosa corte de admiradores entre los chicos y chicas mayores a la que yo no pude pertenecer por mi poca edad y bien que lo sentí.
El cura intervenía en todo: iba a la escuela como si fuera el maestro, e incluso se hizo cargo de los alumnos en ausencia de éste y lo hizo muy bien. Trajo al pueblo los Reyes Magos en una noche mágica e imborrable sólo empañada por el frío y la falta de luz; hablaba con todos con una llaneza y camaradería que a mí me asombraba y parecía, y seguramente lo estaba, dispuesto a atender cualquier problema a cualquier hora y en cualquier lugar donde se le necesitara.
No sé muy bien cuándo cambió la situación. Ni siquiera recuerdo si fue de forma brusca o no. Pero sí sé que pronto el cainismo ancestral que nos caracteriza se hizo presente en el pueblo y reclamó su parte de tarta en forma de rumores malintencionados que la ingenuidad de un niño, en este caso yo, llevó a los oídos del cura. Ahora sospecho que ya debía de conocer por algún otro medio los comentarios chismosos que ciertos ciudadanos y, sobre todo, ciertas ciudadanas hacían de su ilustre persona. El caso es que cuando me fui a confesar y el padre me preguntó sobre la murmuración e insistió un poquito con dos hábiles y certeras preguntas, yo le explique con pelos y señales los comentarios que había oído a las mujeres y que no reproduzco aquí porque seguramente no serían ciertos. Muchas veces he pensado en la expresión que debió de poner el sacerdote, pero entonces ni siquiera hice ademán de levantar la cabeza para mirarle.
El cura se quedó algún tiempo más y luego se fue. Y con él se fue, como un viento fresco y vivificador, el primer soplo de modernidad que vino al pueblo y, quizá, la posibilidad de haber cambiado algo en el triste destino de los campesinos. Regresó varios años después, un día de El Corpus para celebrar la misa y la procesión. Entonces, ya más mayor, me sorprendieron los abrazos efusivos, las sonrisas directas y los gestos de cariño que le dedicaron los y las que antes tanto le habían criticado, así como los esfuerzos que hacían para estar a su lado. Hoy ni siquiera me hubiera sorprendido.
RHM
Dic09
El cura intervenía en todo: iba a la escuela como si fuera el maestro, e incluso se hizo cargo de los alumnos en ausencia de éste y lo hizo muy bien. Trajo al pueblo los Reyes Magos en una noche mágica e imborrable sólo empañada por el frío y la falta de luz; hablaba con todos con una llaneza y camaradería que a mí me asombraba y parecía, y seguramente lo estaba, dispuesto a atender cualquier problema a cualquier hora y en cualquier lugar donde se le necesitara.
No sé muy bien cuándo cambió la situación. Ni siquiera recuerdo si fue de forma brusca o no. Pero sí sé que pronto el cainismo ancestral que nos caracteriza se hizo presente en el pueblo y reclamó su parte de tarta en forma de rumores malintencionados que la ingenuidad de un niño, en este caso yo, llevó a los oídos del cura. Ahora sospecho que ya debía de conocer por algún otro medio los comentarios chismosos que ciertos ciudadanos y, sobre todo, ciertas ciudadanas hacían de su ilustre persona. El caso es que cuando me fui a confesar y el padre me preguntó sobre la murmuración e insistió un poquito con dos hábiles y certeras preguntas, yo le explique con pelos y señales los comentarios que había oído a las mujeres y que no reproduzco aquí porque seguramente no serían ciertos. Muchas veces he pensado en la expresión que debió de poner el sacerdote, pero entonces ni siquiera hice ademán de levantar la cabeza para mirarle.
El cura se quedó algún tiempo más y luego se fue. Y con él se fue, como un viento fresco y vivificador, el primer soplo de modernidad que vino al pueblo y, quizá, la posibilidad de haber cambiado algo en el triste destino de los campesinos. Regresó varios años después, un día de El Corpus para celebrar la misa y la procesión. Entonces, ya más mayor, me sorprendieron los abrazos efusivos, las sonrisas directas y los gestos de cariño que le dedicaron los y las que antes tanto le habían criticado, así como los esfuerzos que hacían para estar a su lado. Hoy ni siquiera me hubiera sorprendido.
RHM
Dic09