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jueves, 3 de diciembre de 2009

PASTOR



De pequeño quería ser pastor. Como otros niños, que quieren ser bomberos o policías. Con la diferencia de que a la mayoría de éstos se les pasa con los años y a mí no. Yo, cuando crecí, aún quería ser pastor. La aureola de aventura que irradiaba mi primo Ángel cuando venía de Extremadura, los acontecimientos tan extraordinarios que contaban los que subían a León o mis compañeros de escuela cuando regresaban en primavera, conformaban en mi mente de niño soñador un revoltijo de sensaciones que confluían en un deseo claro y rotundo: quería ser pastor y vivir como un pastor. Imaginaba Extremadura como un lugar maravilloso, algo así como un paraíso lleno de encinas donde nunca hacía frío, donde el pan era blanco, los frutos abundantes y hasta las charcas proporcionaban unos peces sabrosísimos que se pescaban fácilmente, no como nuestras gargantas, tan vacías de todo… Hasta las culebras que me daban tanto repelús, eran en Extremadura enormes y majestuosas. El hecho de pasar el invierno en un chozo me parecía totalmente natural y la posibilidad de no ir a la escuela durante unos meses era un acicate más que acentuaba mi afán. Las ovejas –quizás los seres más anodinos que conozco – eran animales maravillosos e inteligentes cuyo cuidado podía satisfacer las aspiraciones del más exigente. Por eso cuando mi padre apartó unas cuantas viejas y dijo que había que ir con ellas por la mañana y por la tarde, yo me sentí feliz: por fin iba a ser como los demás niños y niñas, que andaban con los borregos en el Castrejón ejerciendo un pastoreo bucólico que no interfería en sus carreras y juegos ruidosos.

Así que mi primer día de pastor me presenté al pintar el sol – yo que nunca he sido madrugador- con la mejor garrota de las de mi padre delante de la puerta del tinao de mi tío Vicente, con el que habíamos juntado el hatajo, un rebaño de dieciséis hermosos animales – a mí me lo parecían- con los que yo pensaba poner en práctica todos mis conocimientos de pastor en ciernes. Tenía el corral una puerta ciega que abrí con premura. Dejé el carea en la calle para no asustar a las ovejas y me metí entre ellas imitando las voces que tantas veces había oído a mi padre. No silbaba porque ni entonces sabía ni he logrado aprender. Con la solvencia de un veterano las saqué a la calle y cuando mi primo Jaime, un enano de dos años que no debía estar allí, señaló el corral ya cerrado y dijo algo, yo ni siquiera le oí. Conduje el pequeño hato, que a mí me parecía rebaño inmenso, hacia el valle. No las conté porque un buen pastor no anda todo el tiempo contando el ganado; si pierde alguna la echa a deber por otras señales: falta una negra o la patúa, o no veo a la fulana y cosas así. Pasó la mañana, que a mí se me hizo un poco larga, la verdad, quizá porque no ocurrió nada extraordinario y hasta la perra se mostró remolona y anduvo toda la mañana buscando la sombra de los robles y de los espinos, totalmente ajena a esa vigilancia permanente que yo imaginaba imprescindible en un perro carea. Regresé con el ánimo menos henchido que por la mañana y antes de meter las ovejas en el corral, las conté y… ¡Sólo había quince! ¡Faltaba una! Pensé que se habría quedado atrás, acaso bebiendo agua en el Venero. Volví con las otras, pero, no. Recorrí el careo nuevamente, subí y bajé lindones, escudriñé entre las zarzas, miré en los arroyos y en los canchales, pero no la encontré, por lo que, cansado yo y cansados los animales, volvimos al corral, pensando cómo diría a mi padre que en mi primer día de oficio había perdido una sin darme cuenta. Lo peor que puede ocurrirle a un buen pastor. Abrí la puerta y allí estaba la oveja: nerviosa, hambrienta y asustada. Intenté tranquilizarla con voz suave y gestos acariciadores, pero no quiso saber nada de mí y no permitió que me acercara. Me miraba y huía, como responsabilizándome de su hambre, de su incertidumbre y de su soledad. Cerré la puerta y desanduve el camino a casa cabizbajo, la mirada en los guijarros de la calle, la garrota en el brazo, desentendiéndome de la perra, sin querer ver ni ser visto, como si fuera otra persona diferente a la que había hecho el camino al revés sólo unas horas antes.

RHM
Dic09

martes, 3 de noviembre de 2009

CANUTO


Lo que hay que oír. He tenido que esperar 57 años para enterarme de que “para conducir bien el rebaño es necesario un perro que muerda”. Así que ya lo sabes, padre, tu teoría tantas veces repetida afirmando que un buen carea debe correr a las ovejas sin morderlas se va al garete. “Correrlas sí, pero ¡ojo!, morderlas, no. El carea que muerde no vale y hay que quitarlo”. No sé si te acuerdas de aquel cachorrillo que nos regaló Félix, el Garrabís, cuando se murió la Niña. Era un perrillo precioso, de pelo marrón claro, con la cara ribeteada de manchas blancas que resaltaban unos ojos negros, profundos. Lo criamos con mimo, con leche y con mimo. Aún recuerdo cómo te mordía los pantalones cuando llegabas por la noche, harto de trabajar y él, juguetón y descansado, salía de debajo del escaño y mordía con sus dientecillos, blancos como la leche que tomaba, tus pantalones de pana sucios de barro y de agua. Recuerdo también que te quejabas al tío Tiburcio:”No sé, no sé, es recio, bastante recio. Morderá”. Creció el animal y le enseñamos, tú sobre todo: lanzabas un canto y le exigías que corriera, le señalabas con la garrota los animales más rezagados y él salía como una bala. Querías que se acostumbrara a tu voz. Era entonces pequeño y cuando algún carnero se revolvía y hacía ademán de topearle, Canuto no se atrevía a acercarse al morueco y retrocedía ladrando más fuerte, siempre de frente, siempre valiente. Cuando se hizo grande, fue recio, muy recio. Corría a las ovejas y las mordía en las patas hasta hacerlas sangre. Recuerdo también que alguna vez debiste dar explicaciones a otros aparceros: “Es el carea, está aprendiendo”. Y el comentario del otro, desdeñoso: “Quítalo”. Pero no aprendió y por eso decidiste limarle los colmillos. Parece que lo estoy viendo. Era en el mes de julio. El día era hermoso como lo son todos en el pueblo en esas fechas. Plenos de luz y de sol, con la temperatura justa, sin asomo de calor. Llegasteis tú y tío Inocencio y como siempre el perrillo corrió cariñoso a saludarte. Me sorprendió que le cogieras en brazos. Te sentaste en el poyo, con el animal entre las piernas, le abriste la boca y el tío, con una horrible herramienta de hierro, fue limando con sumo cuidado los colmillos, uno a uno. Luego le dejaste en el suelo y el animal, tan sorprendido como yo, vino a refugiarse entre mis piernas, los ojos llorosos y el ánimo triste. Yo no entendía nada, sobre todo porque el perrillo era un capricho cariñoso y juguetón. Luego he sabido que le salvaste la vida. Seguramente no comprendí entonces que para ti era más que un antojo, esperabas que fuera una ayuda en el duro oficio que tenías. Porque, aún no lo he dicho, tú fuiste pastor toda la vida, un pastor excelente. Por eso me rebelo cuando oigo ciertos comentarios, sobre todo comentarios de políticos que nos comparan con ovejas y que en su yo más profundo deben de pensar que lo somos.

Besos.

jueves, 15 de octubre de 2009

EL PILÓN DE ABAJO

Aquí me tenéis. A punto de cumplir los 75 y tan campante, transmitiendo tranquilidad y sosiego, como si el paso del tiempo no fuera conmigo. Viendo pasar la vida sin inmutarme, ajeno a fríos y calores, a filias y fobias, cumpliendo fielmente con la misión para la que fui construido: proporcionar agua fresca a personas y animales. Más de ochenta millones de litros han manado de mi caño firme. ¡Cuántos cántaros se habrán llenado bajo mi chorro! ¡Cuántos requiebros, cuántos piropos, cuántas insinuaciones, flores, lindezas...! ¡Cuántas promesas habré escuchado! ¡Y cuántas disputas, desencuentros y discusiones habré soportado en callado silencio! ¡Cuántos animales se habrán apoyado en el borde para beber, espantándose al ver reflejada su imagen, como Narciso, en el agua cristalina…! Igual en invierno que en verano. Siempre presente, siempre activo, siempre a punto.

Sin embargo, mi nacimiento no fue tan tranquilo.

Dentro del corral de la casa de tía Bastiana, ahora de Pedro, manaba una fuente que tenía una pila a la que se accedía desde la calle. Eran muchos los animales que entraban al corral para saciar su sed, por la mañana y por la tarde, pero, sobre todo, en los días crudos del largo invierno, cuando la nieve los obligaba a permanecer en las casillas, de las que sólo salían a mediodía para beber agua. Y algunos animales, poco educados ellos, agradecían el regalo del agua dejando cerca de la pila o en la puerta de la casa otro obsequio en forma de hermosa boñiga o de espléndido cagajonero. La dueña del corral, dueña también de un carácter bastante irascible, se ponía roja de ira ante esta invasión animal, por lo que los “Mal rayo te parta, vete a cagar a la puerta de tu ama, primita Dios que abortes” y otras picardías aderezadas con respuestas del mismo tono alteraban muchas veces la quietud de la mañana y el suave murmullo del agua sobre la pila.

Gobernaba el Ayuntamiento el padre del tío Casimiro, que vivía al lado del corral, separado del mismo por un muro de piedra berroqueña. Era el alcalde, -tío Casimirón- lo que en el pueblo se conoce como una persona de peso: juicioso, sensato, prudente, enemigo de discusiones y riñas y amigo de mantener la paz en su municipio. Había oído el hombre desde su casa tantas veces las maldiciones y juramentos de la tía Bastiana y las réplicas de las vecinas, sin decidirse a intervenir que, harto ya de tanta disputa, optó por una decisión salomónica: sacar la fuente a la calle y transformar la pila de siempre en el pilón que soy. El cambio tampoco satisfizo a la mujer que esperaba otra medida, como que el alcalde hubiera prohibido la entrada de los animales al corral. Consideraba la tía Bastiana que, si bien ganaba en intimidad, perdía el uso de una fuente que, hasta entonces, había considerado de su propiedad. Sólo muchos años después, cuando la vejez la tenía atada al duro poyo de piedra, próxima ya a alcanzar la paz definitiva, viendo cómo los animales se acercaban a mí y bebían una y otra vez, la oí comentar en voz baja a su marido: “Pues, ¿sabes lo que te digo, Juan? Que tenía razón Casimirón”. Pero el alcalde ya no podía oírla.

martes, 9 de junio de 2009

EL ZORRA


Cuando faltó el gallo del guarda, aún no me llamaban el Zorra. Siempre me ha llamado la atención la puntería que tienen algunos para apodar a sus paisanos. Y siempre me han interesado más los apodos – nosotros decimos motes- que tienen que ver con el fondo que los que se refieren a la forma. Como dicen en la ciudad, el espíritu más que el físico. También me sorprenden esos sobrenombres que no quieren decir nada. ¿Qué significan Mindaña, Chacula o Paná? Sin embargo, el que puso Mediero a Agustín, Morralero a Matías o Relances a Julián conocía muy bien la manera de ser de cada uno de ellos, especialmente la de este último, que tan buenos ratos nos hace pasar en las regaderas y otras reuniones con los sucesos que cuenta. Y qué decir del que bautizó al matrimonio de Miguel y Marcelina como los Chispos, por esa polvorilla tan particular que tienen y esa predisposición al movimiento, que llegan las fiestas y no paran de cantar y bailar, tanto ellos como los hijos, que igual que han heredado este talento, podrían heredar también el mote.

Como decía, a mí me llaman el Zorra. No me llaman zorro, sino zorra. En el pueblo la zorra siempre ha representado la picardía, la pillería, la bribonada, la listeza y el madrugar a los otros. Dicen que en la ciudad el que representa todo lo dicho antes es el zorro, pero en nuestro pueblo sólo existe la zorra. Si vas por el campo y ves un bicho de estos con el jopo bien alto, o si se come las gallinas de algún incauto que no las ha tapado, para nosotros siempre es una zorra. Incluso si los más avisados cogen alguna con un cepo, siempre decimos: “Fulano ha matado una zorra. Dicen que es un macho”. Y algunos, incluso: “Menudas pelotas tiene la zorra”.

Y no me llaman el Zorra porque me parezca al animal, aunque yo también tenga una mirada penetrante, la nariz afilada, la cara delgada y aguzada y el cuerpo largo y ágil, pero no tengo tanto pelo en la cabeza y en el cuerpo, que es más bien grande. Mis brazos y piernas también son grandes y tengo el andar ligero y resistente. Yo creo que me llaman así porque soy algo pícaro, sobre todo desde que pasó lo de las gallinas cerca de Trujillo, a la orilla del río Tozo, antes de la guerra. Yo era un muchacho esquelético y avispado que acogía en mis pocas carnes toda el hambre de un invierno duro y escaso de leche- lo que más había almorzado y merendado eran bellotas-, pero juro que yo no me comí el gallo del guarda. Cerraba el hombre las seis gallinas y el pollo en un chajurdo de piedra y jaras a unos pocos metros del chozuelo. Dicen que durante tres noches seguidas cacarearon las gallinas y ladraron los perros y a la cuarta, coincidiendo con la marcha del guarda y los perros a la dehesa vecina para participar en un ojeo, desapareció el gallo. Ciertas malas lenguas, que las hay en todos los sitios, dijeron que había sido José, es decir, yo. Que había espantado tres noches seguidas las gallinas para indicar que las rondaba algún bicho y así poder comerme el gallo. También fue coincidencia que sólo faltara el macho. Yo no había sido, pero desde aquella noche el porquero, los vaqueros y algunos pastores empezaron a llamarme el Zorra y, como las noticias viajan con las alforjas, algún compañero de los muchos que estábamos en la zona de Trujillo llevó el mote al pueblo y con él me he quedado para siempre. No es que me importe porque, como ya he dicho, la zorra es un bicho listo, pero me molesta un poco el origen, sobre todo porque yo no me comí el gallo del guarda, aunque buena falta me hacía y qué bien me hubiera venido.

Lo del toro fue otra cosa bien distinta y para entonces yo era mucho más grande y sabía más de la vida. Por eso cuando tio Santiago Carchena, que era el juez, nos llamó al Ayuntamiento en presencia del alcalde, yo asistí a la reunión con tranquilidad absoluta. Nos pidió explicaciones sobre la desaparición de cierto toro forastero – de sobra sabíamos nosotros qué toro era- que habían cerrado en el recién construido corral de los chotos por pastar en lo guardado del Castrejón. Yo le dije que nosotros habíamos visto al animal el día antes comiendo por la mañana pronto la hierba helada del arroyo el Robleíllo. Que seguramente la frialdad de la hierba le habría producido ranilla y “ya sabe usté, tio Santiago que con esta enfermedad los animales sufren de fuertes dolores de barriga y otros dicen que padecen también picores terribles en las orejas y que no paran de correr sin rumbo, por lo que no me extrañaría que se hubiera ido a las dehesas”, como así fue porque el bicho apareció tranquilamente en el Charcón luego mañana. No le conté que Felipe y yo ya habíamos decidido ponerle banderillas al toro la noche antes de su desaparición, que habíamos cortado sendos renuevos de álamo y que los habíamos afilado bien con la navaja y que, así pertrechados, nos habíamos presentamos en el corral a la luz de la luna llena del mes de abril para banderillear al toro como habíamos intentado hacerlo en la feria de Tornavacas, donde, yo anduve un poco apretado, más por los mozos del pueblo que por el animal. Pero el bicho aguantó sólo un pinchazo, el de la sorpresa, y cuando intentamos acercarnos más, nos miró torvamente, dio un respingo, saltó la pared y emprendió el camino arriba sin que nosotros hiciéramos nada para seguirlo. Como digo, el animal apareció en la dehesa con un rasguño sospechoso en las agujas y el incidente no pasó a mayores. A mí me quedó para siempre el apodo y los dos aprendices de torero anduvimos en coplas durante algún tiempo y todavía, cuando alguien relata el acontecimiento, suele terminar cantando:

Josepe fue a torear
a la plaza Tornavacas
si no es por el compañero
allí deja las albarcas.
Las primeras banderillas
que entraron en el corral
fueron las de José el Zorra
y el hijo de la Bragá.
RHM.

jueves, 21 de mayo de 2009

EL HOMBRE QUE VEÍA ANOCHECER

Hasta que el pueblo perdió su ayuntamiento para integrarse en una desafortunada fusión de municipios, siempre tuvimos juez de paz. Estos jueces, sin más formación jurídica que la que otorgan la prudencia, el sentido común y la vida misma, eran nombrados por la corporación municipal. Su principal atribución consistía en resolver pequeñas desavenencias entre vecinos: problemas de aguas de riego, de lindes o de daños ocasionados por el ganado en pastos y siembras, evitando con ese buen hacer que los litigantes llevaran sus pleitos al juzgado de primera instancia de Piedrahita y gastaran un dinero que muchas veces no tenían.

Uno de los jueces más conocidos fue el tío Nemesio, al que en el pueblo llamaban Demesio, quizá por deformación fonética. Descendiente de la familia de los Cataliques, era alto y delgado, fuerte, de tez oscura y noble calva, que cubría con la tradicional boina de paño negro tan característica de los pueblos de la sierra. Vestía enteramente de pana, con camisas de lienzo blanco o azul hechas por su mujer, la tía Marcelina, con quien tuvo una numerosa prole. De trato cordial y sonrisa burlona, caminaba con los pies en ángulo obtuso, característica que ha heredado alguno de sus nietos, y mantenía siempre erguido el dedo índice de la mano izquierda, como en acusación permanente. En su juventud estuvo sirviendo en La Herguijuela, en casa del tío Magante y ya en ese pueblo se hizo famoso por su sentido del humor y su afición al cuento, la jácara y el chascarrillo.

Son numerosas las anécdotas que se cuentan sobre las sentencias de este juez, aunque quizá la más conocida sea “El chinalro[1]”, en la que el tío Demesio hubo de utilizar toda su habilidad para resolver un problema de pareja que hoy, probablemente, hubiera tenido un desarrollo bien distinto. El conocimiento de los pormenores del caso pudo deberse a la escasa reserva de los demandantes o a la indiscreción bienintencionada de la tía Marcelina, pues no parece posible que un hombre de la acreditada prudencia del tío Demesio pudiera haber cometido tamaña ligereza.

El relato es el siguiente:

Un mozo y una moza que se conocían desde niños habían pasado los tres días de la fiesta de Santiago bailando y divirtiéndose juntos. Después, el mozo se había ido a La Herguijuela, de semana, y cuando regresó a primeros de agosto, habían seguido viéndose y confraternizando y por la feria de octubre la mujer supo que pronto debería dar en su casa alguna explicación sobre el cambio de volumen que empezaba a producirse en su grácil cuerpo de moza serrana.

Decidió entonces contárselo al hombre, que se mostró poco comprensivo, dudando, además, de que una sola confraternización, aunque deliciosa, hubiera sido tan certera, insinuando otras posibilidades que indignaron sobremanera a la mujer, que juró y perjuró que no había conocido más hombre que él, en el sentido bíblico del término, y que como hombre debería cumplir. Como pasaran unos días y el mozo no dieras señales de vida, pidió la mujer el amparo del juez, que citó a ambos en su casa -a la vez sede del juzgado- después de la puesta del sol y una vez atalantado el ganado. Llegaron los demandantes y después de las cortesías de rigor, repitió la moza lo ya expuesto. Mostrose el juez en muy buena disposición indagatoria, lanzando a ambos fulminantes e inquisitivas preguntas sobre el dónde, cuándo, cómo, por qué y con quién. Intervino entonces la tía Marcelina recriminando a la autoridad el interés, algo excesivo en su opinión, que mostraba por el conocimiento de los pormenores. Quedóse pensativo el tío Demesio y, acariciándose pausadamente el mentón, pronunció entonces esa frase que, convenientemente aderezada por los publicistas de hoy, podría figurar en todas las facultades de Derecho e inscribirse con letras de oro en el frontispicio de los juzgados de paz del universo mundo: “¡Cómo quieres que administre justicia si no me dejas conocer todos los detalles!”. Se expresó con un vozarrón tan contundente y rotundo que la tía Marcelina, bien a su pesar, no tuvo más remedio que retirarse discretamente a la alcoba, aunque dejando la puerta entornada y aguzando la oreja para no perder ripio de lo que se guisaba en la cocina, nunca mejor dicho.

Indicó entonces la moza el lugar de los hechos y como siguiera negando el hombre, pidió el juez alguna prueba o testigo que pudiera aportar luz al caso. Respondió la moza que no hubo más espectadores que la luna inmensa del verano de la sierra y un búho, que emitía su repetitivo y triste canto a lo lejos, a los que evidentemente no se podía preguntar, pero que en el sitio y lugar del delito había un chinalro de cierto calibre que se le había clavado en la espalda produciéndole bastante dolor y que podría estar aún allí, ofreciéndose a ir a buscarlo como prueba de su testimonio. Autorizó tranquilamente tal acción el tío Demesio en hora que parecerá al lector poco apropiada porque estaba al tanto de las costumbres de las mujeres de la sierra, muy habituadas a andar de noche por los caminos, por lo que en ningún momento se le pasó por la cabeza que pudiera sufrir percance alguno.

Quedáronse solos el mozo y el juez. Alcanzó el tío Demesio la bota que pendía de un clavo y le dieron varios tientos mientras hablaban del ganado y otras cosas del campo. Como pasara el tiempo y viera el juez que la conversación declinaba y la bota disminuía de volumen, se quejó al mozo diciendo:
- Pues si que tarda la jodía[2].
- No crea usté que tarda, tío Demesio, que el camino es malo y además no está cerca.
Entonces el tío Demesio agarró firmemente la bota con la mano izquierda por debajo de la embocadura, dobló el pellejo con la derecha en la parte inferior y situando el pitorro enfrente de la boca, echó hacia atrás la cabeza y bebió un largo trago. Luego, cual nuevo Sancho en Barataria tres siglos después, sin esperar a recibir la prueba, pasó la bota al mozo y le dijo:
- Anda, hijo, ve y dile a tu padre que te casas.
RHM mayo 09.
[1] Piedra de cuarzo o granito con aristas, muy común en la zona.
[2] Apelativo cariñoso para dirigirse a alguien que no está presente.

viernes, 24 de abril de 2009

CUANDO EL PUEBLO TENÍA POSADA



"Veníamos de Pedrahíta la mi María y yo, me cagüen crista coño, ella montá en el burro y yo agarrao al rabo y en llegando a Vacíazurrones, al agacharse a beber agua, la atenté debajo las faldas…"

Cuántas veces oí a mis tíos en la era esa anécdota que, por cierto, siempre terminaban con una sonrisa sin que los primos y yo pudiéramos conocer el final. Y cuando insistíamos en que terminaran la historia, siempre estaba cerca alguna de nuestras tías que recriminaba al hombre: “¡Calla, bobo, no cuentes tonterías a los muchachos!” Se referían al tío Juanillo, famoso habitante de nuestro pueblo, fallecido muchos años antes, cuyas habilidades y sentencias se comentaban habitualmente en la mayoría de las casas.

Los niños imaginábamos al tío Juanillo como propietario de un físico perfecto, una belleza natural capaz de enamorar a las mozas de entonces sólo con su presencia y una verborrea, tan atrayente, que las encandilaría con sus chascarrillos y ocurrencias. Sin embargo, los que aún recuerdan al tío Juanillo coinciden en que era delgado y de estatura escasa, mediría menos metro y medio, y su cuerpo se empequeñecía aún más cuando caminaba apoyado en una cachava de roble que le servía tanto para afirmarse en el suelo, como para espantar a los perros y otros bichos –me cagüen crista, coño- si se acercaban más de la cuenta. Adornaban su rostro enjuto y cetrino unos ojos oscuros y escrutadores que miraban fijamente, intentando convencer. Tenía una nariz chata y pequeña que descansaba sobre un labio limpio de bigote. Tampoco llevaba barba. Su boca, de escasos dientes, estaba siempre dispuesta a la ocurrencia y al recuerdo de la su María. Las manos, rugosas y huesudas, tenían un color muy similar al bastón que portaban a veces. Vestía calzones y chaleco de estezao, zajones de cuero y zamarra de piel de borrego. Calzaba, como todos los lugareños, las habituales albarcas de goma atadas con tiras de cuero. Como calcetines usaba los llamados deales, dos trozos de lona con los que se envolvía los pies y que sujetaba con correas de cuero. Era un hombre muy devoto de La Virgen María y en el chaleco llevaba prendidas con alfileres las medallas de algunas imágenes que llamaban bastante la atención.

Casó el tío Juanillo con María, viuda, también del pueblo, que servía en Piedrahita. Allí se vieron varias veces y de allí la trajo para convertirla en su esposa. Desde ese momento, la su María pasaría a formar parte de la mayoría de las anécdotas que narraba el hombre, adornadas con el ya conocido me cagüen crista, coño, que agregaba a cualquier cosa que contara, a modo de muletilla. Y fue con la su María con quien abrió una posada en el pueblo. Los niños imaginábamos al tío Juanillo con un mandil blanco atado a la cintura, en animada conversación con los huéspedes, escanciando vino desde una hermosa jarra de barro rojizo en cuencos de madera de roble, mientras la su María, también con delantal blanco y cofia del mismo color, se ocupaba de la comida, del alojamiento y del gobierno del hotel. Las posadas de entonces solían ser estancias de dos plantas. En la baja, provista de pesebreras amplias, se guardaban los animales y en la alta, alrededor de una gran hoguera que se hacía en el centro, dormían los arrieros, utilizando como manta y colchón los aparejos de sus animales y con las alforjas por cabecera. La del tío Juanillo y la tía María no debió de ser distinta, aunque sí más pequeña. Como huéspedes de la posada, personajes fascinantes en la imaginación de los niños: el calderero de Villatoros, negro como el tizón, el tío Rosco, los vinateros de Tornavacas, el cacharrero, los hojalateros, todos protagonistas de vidas tan atrayentes que seguramente rivalizarían con las historias que contaba el posadero.

Además, el tío Juanillo fabricaba ruecas. Siempre gratis. Tenía una buena provisión de renuevos de roble o de álamo terminados en tres o cuatro ramitas que cortaba y ataba, dejándolas todo el invierno así, para que al secarse tomaran las forma deseada. Cuando alguien le pedía una rueca, el tío Juanillo pelaba la rama, pulía con inmenso mimo el trozo de palo y hacía unas muescas en las ramitas del extremo para que el copo se sujetara sin caerse. Luego, entregaba el encargo negándose a recibir estipendio alguno porque “…desde que me casé, tengo unos puñarraos de dinero, me cagüen crista, coño, que no me hace falta cobrar nada por la rueca. También hacía husos, pero, sobre todo, tocaba el rabel. Las personas más mayores del pueblo recuerdan todavía al tío Juanillo haciendo sonar el instrumento a la puerta de la posada, acompañado del calderero de Villatoro que tocaba el caldero y a las mozas bailando alegremente en la calle.

No tuvo hijos el matrimonio y cuando murió María, y el hombre no pudo valerse por sí mismo, fue recogido, ya en los días de su senectud, por las sobrinas, que se hicieron cargo también de sus bienes, incluida la posada, que se dividió en dos partes, una es el garaje de Emilio y la otra pasó a formar parte de la casa de tío Agapito, conocida también como la posada de la tía Mandarina o Bernardina, madre de tía Flora. Hoy es el bar de la peña.

Murió el tío Juanillo y con él se fue una manera de entender la vida que a los niños nos fascinó, se fue un contador de cuentos que hoy nos hubiera fascinado también y, seguramente en algún lugar, me cagüen crista, coño, tendrá reunidos a otros como él que escucharán encantados sus historias, mientras por lo bajo suena una suave música de rabel.

jueves, 26 de febrero de 2009

PITISÍ



Hablábamos hace unos días varios amigos sobre nuestra niñez. Después de una agradable cena, cómodamente sentados al calor de la lumbre, íbamos desgranando recuerdos no exentos de nostalgia. Aun con ligeras discordancias, coincidíamos en que los niños del pueblo habíamos tenido una infancia feliz, por lo menos mientras fuimos escolares. Carente de muchas cosas, pero feliz. Trabajábamos bastante más de lo que hoy se considera aconsejable, asumíamos responsabilidades de personas mayores, comíamos sólo alimentos de temporada, cien veces repetidos: patatas para almorzar, olla o cocido para comer y sopas para cenar, con los productos de la matanza siempre presentes como fuente principal de proteínas. Leche sólo cuando la había, a veces en disputa incruenta con los propios animales. Fruta y pescado, casi nunca. Además, muchos niños no veíamos a nuestro padre más que un par de meses al año. Aún así fuimos felices por muchas razones, pero, sobre todo, porque aprovechábamos cualquier momento para jugar, hallando siempre alguna manera dinámica de divertirnos

Jugábamos antes de ir a la escuela, jugábamos durante el recreo, jugábamos antes de entrar por la tarde y, después de apañado el ganado, volvíamos a jugar en la plaza antes de acostarnos. Jugábamos a pídola, al broje, a cuartilla cuartana, a moje, a la bandera, a los toros, a la baya, al gua, a los perros y a los lobos, a zurriágame los colchones. Jugábamos, jugábamos, jugábamos…

Entre estos cuantiosos juegos que iré desgranando poco a poco, hubo uno cuyo nombre recuerdo especialmente, sobre todo por su rotundidad fonética: Pitisí. Fueron los amigos del pueblo – Lorenzo, Zaca, Montes y otros- los que me recordaron las reglas de este juego que ellos practicaron mucho más que yo.

Se jugaba a Pitisí con una pelota de goma, pudiendo participar un número indefinido de jugadores, alrededor de cinco. Se hacían en el suelo de tierra, en línea, tantos bonches (agujeros) como jugadores, asignando un hoyo a cada jugador y a una distancia aproximada de dos metros se trazaba una raya que no se podía pisar. Desde detrás de la raya, el jugador al que correspondía el primer bonche hacía rodar la pelota con cuidado para que se introdujera en uno de los agujeros. Cuando se veía que la pelota iba a caer en uno de ellos, los jugadores echaban a correr, alejándose todo lo posible. El propietario del hoyo donde había caído la bola, debía recogerla con celeridad y gritar: ¡Pitisí! En ese momento todos los jugadores se quedaban quietos, sin moverse, como clavados en el suelo, en las posturas más extrañas, recortándose sus frágiles siluetas juveniles sobre el manto verde de El Castrejón. El que había cogido la pelota, seleccionaba uno entre los jugadores más cercanos o mejor situados y le arrojaba la bola con intención de darle. Si lo conseguía se echaba una chinita en el bonche del que recibía el pelotazo y en caso contrario, en el del tirador.

Se jugaba a seis chinas, tres malas y tres buenas, y, una vez consumidas éstas, se pasaba a la siguiente fase en la que se podía elegir entre dos modalidades que convenía acordar previamente. En una, el jugador eliminado debía soportar los pelotazos del resto. Primero, el participante que había acumulado ya seis chinas lanzaba la pelota contra una pared, tan fuerte como podía, con el fin de que el rebote se alejara de él cuanto más mejor. El jugador que la recogía lanzaba un pelotazo al otro, también todo lo fuerte que podía. El proceso se repetía tres veces. Luego, los jugadores se alternaban y era el contrario el que debía lanzar la bola contra la pared, también tres veces, recogiéndola él mismo tan deprisa como pudiera para que el perdedor se alejara lo menos posible. Era entonces cuando éste recibía los pelotazos más fuertes.

En la otra modalidad se enterraba la bola en uno de los agujeros y el jugador debía descubrir dónde estaba con los ojos tapados mientras que sus compañeros le golpeaban en la espalda con la mano abierta. El juego terminaba cuando aparecía la pelota.

Quizás la descripción del juego pueda inducir a la reflexión de que se trataba de un juego brusco capaz de causar accidentes o daños a los niños que lo practicábamos. Sin embargo, no recuerdo más lloros que los producidos porque alguien se quedaba fuerza del juego ni más accidentes que alguna caída que venía a sumar otra postilla a las muchas que adornaban ya nuestros codos y rodillas. Aunque pueda parecer un anacronismo, tampoco recuerdo ningún caso de bulling o mobing ni he tenido conocimiento de que mis amigos de entonces sufran más traumas que los que la vida nos ha deparado.

RHM
Febrero 09

sábado, 10 de enero de 2009

SOMOS TRES PRIMOS HERMANOS...



No hace mucho tiempo, tuve ocasión de visitar el centro de interpretación del Valle del Jerte que la Comunidad de Extremadura ha instalado en la localidad de Tornavacas. Tiene dicho centro una sala dedicada a la trashumancia, cosa que hemos de agradecer a la Junta , sobre todo si tenemos en cuenta que El Valle en la trashumancia sólo fue el camino, el lugar de paso natural para los rebaños de vacas y ovejas, especialmente de ovejas, que bajaban del valle del Tormes. Conocimos pastores de la zona del alto Tormes, de la ribera del mismo río, de la sierra de Béjar, pero no tuvimos compañeros de Tornavacas, Jerte, Cabezuela o Navaconcejo, lugares naturales de pernocta para personas y animales.

En dicha sala, además de una fotografía de Patricio, pastor de nuestro pueblo, publicada ya por Pedro M. Madera en un guía de El País-Aguilar, se puede ver un chozo y otros enseres propios del oficio del pastoreo trashumante, así como una serie de fotos con un texto explicativo sobre la imagen que representan. En el apartado referido a la vestimenta y el folklore, me llamó la atención un poemilla que dice así:

Vale más una extremeña
Con una cinta en el pelo
Que cuatrocientas serranas
Vestidas de terciopelo.


Reparé en la letra de dicho poemilla porque ya había oído a mi madre muchas veces cantar esa misma canción, pero con una letra ligeramente distinta:

Vale más una serrana
Con una cinta en el pelo
Que doscientas extremeñas
Vestidas de terciopelo.

Esta discrepancia en el primer verso me llevó a reflexionar sobre el “pique” que existió siempre entre serranos y extremeños. Nosotros, los serranos, nos considerábamos depositarios de las mejores esencias castellanas: éramos trabajadores, ahorrativos, austeros, duros, capaces de los mayores sacrificios, vencedores del tiempo y del clima…Los extremeños nos parecían despilfarradores, con el ánimo justo, amigos de la juerga, poco trabajadores, blandos… Seguramente ambas concepciones son erróneas, porque los dos pueblos somos el fruto maduro de una historia en la que los protagonistas han tenido muy poca participación: en la Extremadura pastoril, la ordenación de la tierra en enormes latifundios condujo a la mayoría de sus habitantes a la más absoluta miseria y en la zona de la sierra abulense, la miseria estuvo instalada siempre y ese concepto de ahorradores como valor supremo, no era tal porque no cabía lo contrario. No gastábamos porque no teníamos qué gastar. Más que duros, éramos supervivientes, no pasábamos hambre porque en nuestros pobres huertos teníamos lo imprescindible para subsistir. Así era nuestra economía, de pura subsistencia.

En este contexto, relataré una anécdota que, en mi opinión, ilustra bastante lo que he escrito anteriormente.

Era a finales de octubre. El rebaño de ovejas, cerca de mil, había cubierto el trayecto hasta Jerte sin más vicisitudes dignas de mención que el que una de las yeguas que cargaban con el equipaje estaba en celo, iba alta. Hombres y ganado se disponían a pasar la noche en unos prados arrendados previamente a una señora del pueblo. El dueño de la yegua, viendo un enorme garañón en un corral anejo, esperó a la noche y, sigilosamente introdujo a la yegua en el recinto para que el caballo cumpliera fielmente la función para la que la naturaleza le había dotado tan espléndidamente, regodeándose además, por haberse ahorrado el pago de la monta, más bien la remonta, como decían ellos.

Antes de amanecer, el pastor sacó la yegua del corral para evitar la evidencia de la noche de amor entre los animales, y la llevó con las ovejas. Cargaron los pertrechos, se despidieron de la dueña y continuaron el camino hacia Plasencia. Cuando varias horas después, el ama fue a sacar el semental del corral, supo enseguida que el animal había tenido una noche de trabajo no remunerado y, maldiciendo la tacañería de los serranos, se conjuró para cobrar la monta en primavera, cuando subieran a la sierra.

Pasó el invierno y a mediados de junio, los rebaños fueron subiendo por el valle, entre cerezos rojos de fruta y aromas primaverales. La yegua de nuestro cuento venía espléndida en su preñez de casi ocho meses, amplia de panza y fina de pelo. Estuvo al quite el ama y cogiéndola del rabero, inquirió a los pastores sobre la propiedad del animal. Se adelantó uno de ellos, de rostro enjuto y rugoso, curtido por el sol, al que la falta de dos dientes en el maxilar superior, daba un aspecto inconfundible.

- Oiga, ¿es usté el dueño de esta yegua?
- Sí, es mía.- repondió el pastor.
- Pues, es que la montó el mi caballo en el otoño, cuando bajaban y usté no me pagó la remonta.
- ¡Qué dice usté, señora, si yo y la mi yegua bajamos por Béjar!
- ¡Que no!, que le conozco por la mella.
- Ay señora, la mella, la mella… Somos tres primos hermanos y toos con el mismo defeuto.

RHM. Enero 09.