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miércoles, 18 de junio de 2008

LA BODA DE MIS PADRES



INTRODUCCIÓN

El matrimonio es una cadena tan pesada que para poder cargarla son necesarias dos personas y a veces, tres, decía Óscar Wilde. En tiempos de mis padres no solían contar con ayuda de terceros para la vida en pareja, por lo que no se sabe muy bien cómo se las arreglaban para cargar la pesada cadena del matrimonio, ni siquiera si la cadena les resultaba pesada. De lo que sí puedo dar fe es de la ilusión que supuso para la gente como mi madre el hecho de embarcarse en esa nave llamada matrimonio. Un barco difícil de gobernar, sobre todo por la falta de medios y la inexperiencia del piloto. Tanta inexperiencia que en numerosas ocasiones, el gobierno de la nave debió corresponder a la mujer más veces que al hombre. La administración de los pobres recursos del nuevo hogar, las tareas de la casa, la organización de las faenas del campo, la conveniencia de la compra y venta de animales domésticos, la intendencia y la ropa, pertenecían muchas más veces a la mujer que al hombre. El marido estaba siempre muy ocupado con las herramientas, el alimento del ganado y los trabajos propios de su sexo, como el arijo, la siega y la leña, pero colaboraba poco o nada en la cocina y se mostraba como un perfecto inútil en la casa.

Lo que vais a leer a continuación es el resultado de largas charlas con mis padres, sobre todo con mi madre y con otras gentes del pueblo, y de la rememoración de mis recuerdos de infancia y juventud. Se trata de una aproximación a la celebración de la boda, los preparativos, el vestido y la ceremonia, con el fin de que conservemos en nuestra memoria aquellas costumbres. Pero se trata, sobre todo, de un homenaje hacia unas gentes que vivieron aquellos hechos con una intensidad suprema y que supuso el primer cambio radical en sus vidas, sobre todo para ellas: dejar la casa materna y comenzar una aventura común con un señor que muchas veces, aunque no fuera un absoluto desconocido, sí tenía bastantes aspectos de su carácter y personalidad que la nueva esposa no podría ni siquiera sospechar. Si tenemos en cuenta que, según mi madre, la mayoría de los matrimonios se celebraban entre gentes del pueblo o de Campurbín y sólo excepcionalmente se casaban con forasteros, podremos afirmar que el conocimiento entre los novios, tenía mucho más que ver con la opinión que se tenía de las familias de las que formaban parte cada uno de ellos, que con el conocimiento real entre los futuros esposos, como queda reflejado en esta coplilla:

Aunque te veas forastera,
no lleves pena ninguna
que te vas entre familia
tan buena como la tuya.
RHM enero 08

LOS PREPARATIVOS

Si casarse hoy supone un follón de considerables dimensiones, entonces también lo era. Excepto en lo económico, ahora mucho más caras, las bodas de antes requerían de unos preparativos muy minuciosos. Los primeros contactos entre las dos familias, la comunicación a los invitados (se invitaba hasta a los primos hermanos sin dejarse a ninguno, que se podría molestar) la ropa, la música, la comida, suponían para los novios y sus padres el mismo ajetreo que una boda hoy.

En esta nueva serie de relatos nos acercaremos a los preparativos de la boda, pasando, una a una, por todas las situaciones que debieron vivir los novios de los tiempos de mis padres.

EL NOVIAZGO

Las relaciones amorosas pasaban por muchas vicisitudes hasta que se formalizaban. Los mozos solían tontear con las mozas durante el periodo estival, situándose estratégicamente en los lugares que frecuentara la pretendida: en la fuente donde iba a por el agua (cuántos cántaros de barro se rompieron), en el lavadero, en el prado donde recogía las vacas, en el establo donde cerraba las cabras o en la misma puerta de la casa. Las madres no veían con buenos ojos estas intromisiones en la intimidad del corral, por lo que muchas veces espantaban al pretendiente con comentarios intencionados en voz lo suficientemente alta como para que éste la oyera: “¿Ya está ahí ese? ¡Virgen Santa, qué censo!” Lo más usual era que la muchacha terminara corriendo y el mozo detrás sin que hubiera mayor aproximación. Luego ellos se iban a Extremadura y la mayoría de las mozas se quedaba en el pueblo. Otras se iban a servir a Béjar, Piedrahita, El Barco o Salamanca. Sólo en el caso de que el amor persistiera, el mozo se atrevía a pedir la dirección de su enamorada a algún familiar, generalmente algún primo o prima, iniciándose así las relaciones formales.

A partir de este momento, los novios se verían tanto como fuera posible: en la calle, en el campo, en la plaza o en el baile, sin que hubiera un acercamiento real entre las familias. Mi abuela materna no habló con mi padre hasta que supo que éste había visitado a su hija en Salamanca, donde trabajaba. Entonces prevaleció el amor de madre sobre la conveniencia social y la timidez y acercándose a él le dijo: “Oye, Vitor, he oído que has visto a la Manuela en Salamanca, ¿Qué tal está?” Excepto en un caso como este, lo más común era que si la futura suegra y la nuera se veían de lejos, una de las dos tomara otra calle u otro camino para evitar encontrarse.


Sin embargo, como podréis suponer, en algún momento debería producirse la entrada oficial en la casa de la novia. Mi madre no recuerda cómo entró mi padre en casa de mis abuelos, ni siquiera cómo entraron los novios de sus hermanas mayores. Dice que mi abuelo, un hombre bastante especial para estas cosas, solía cerrar el portón del corral al ponerse el sol y después de esa hora nadie podía entrar ni salir de la casa. Cuenta que en algún momento, cuando ya la relación era de dominio público, el novio entraría en el corral aprovechando que estuviera abierto y, según mi madre, se quedaría, sin muchas explicaciones, dando por hecho mis abuelos que era el novio de la hija.

Otros aseguran, sin embargo, que no tuvieron más remedio que pasar este trago, en algunos casos bastante amargo, porque la relación entre las familias no era buena o porque en una u otra casa consideraban pobres o de poco rango a uno de los dos, aunque la riqueza y la pobreza en mi pueblo fueran muy similares.

Algún novio, más jocoso que los otros, me contó en su día que, aprovechando un permiso de Navidad cuando estaba en la mili, se presentó en la casa del suegro con la intención de formalizar la relación con la hija. Imaginaos la escena: el suegro ligeramente recostado sobre el respaldo del escaño, frente a la lumbre, la mujer en una banqueta baja escarbando en los tizones y la novia en la semioscuridad de la trasera, en un segundo plano para que no se advirtiera el rubor que embargaba sus mejillas. Y cuando todos esperaban una declaración solemne sobre sus intenciones, no sé yo si por timidez o, como decía él, por dar un tono cómico al evento, se plantó delante del hombre y le espetó:

- Buenas, tío Miguel, que me ha dicho mi padre que si me presta usté la guadaña y los martillos para ir a segar mañana.

En pleno enero, como comprenderéis, no se segaba.


















EL AJUAR


El diccionario de la RAE define el término ajuar como el conjunto de muebles, alhajas y ropas que aporta la mujer al matrimonio. En el caso de mi madre y en el de la mayoría de las novias de su época, dicho ajuar venía constituido por la hijuela. Aún se conservan algunos documentos primorosos, hechos a mano, donde se relacionan los elementos que constituían la hijuela, con el fin de dar exactamente lo mismo a la primera de las hijas que se casaba, que a la última.

La hijuela de la novia consistía en lo siguiente:

· La cama.
· Tres juegos de sábanas y fundas de almohada.
· Dos mantas y una colcha.
· Media docena de mudas.
· Media docena de medias.
· Un par de zapatos.
· Tres jerséis.
· Algunos pucheros y cazuelas.
· Un cubo.
· Dos ovejas, una borrega y una cabra.
· Un baúl.

Esta hijuela era entregada por los padres de la novia. Los del novio solían contribuir con otras aportaciones referidas más al ganado que a la ropa o los enseres. Si los contrayentes tenían hermanos mayores que poseyeran bienes propios, solían entregar algún animal, generalmente una borrega, una cabra o una oveja, con el fin de que el nuevo matrimonio fuera conformando su propia ganadería, que ellos llamaban la escusa y que sería el primer patrimonio familiar de los recién casados. Esta escusa, generalmente de 40 ovejas, que se solía complementar con una cabra de leche, acompañaría al pastor en todos los ajustes que realizara durante su vida profesional como un ingreso más, ya que el amo permitía que este ganado pastara en sus fincas de forma gratuita.

La hijuela suponía siempre el comienzo, era una ayuda para el nuevo matrimonio, pero era también una especie de documento público para la familia en el caso de que los recién casados no se administraran convenientemente. Alguna vez se oyó decir: “Parece mentira que te veas así con la hijuela que llevaste…”




LAS AMONESTACIONES

Bastante antes de la boda se reunían los padres de los contrayentes para tratar la boda. No sé muy bien de qué se hablaba en esa reunión porque mi madre tiene recuerdos muy vagos ya que la novia no solía estar presente, pero puedo intuir que se tratarían aspectos prácticos, tanto de la ceremonia como de la vivienda y de los recursos del nuevo matrimonio. No serían unas capitulaciones al estilo de los matrimonios celebrados entre la nobleza medieval, pero podrían parecerse un poco.

Una vez fijada la fecha de la boda, lo primero era comunicárselo al cura para que iniciara los trámites de amonestar a los novios. Las amonestaciones eran tres y se leían en la iglesia durante tres domingos seguidos. El cura comunicaba a los feligreses la intención que fulano y mengana, hijos de tal y cual, tenían de contraer matrimonio y preguntaba también si alguien conocía algún impedimento que no permitiera la celebración de la boda, porque entonces “…estaba la cosa más arreglada que ahora, si había algún muchacho por medio o si el marido estaba casado, o tenía alguna ricia, no podía casarse, no como ahora que está todo manga por hombro”. Son palabras textuales de mi madre. Lo cierto es que en ningún caso existió razón alguna que impidiera la celebración de la boda. Sí hubo algún extraño caso en el que, leídas la primera y la segunda amonestación, el novio, a la sazón en los puertos de León, comunicó a su familia que se había comprometido con una moza de aquellas lejanas tierras y que iba a casarse con ella, por lo que los padres tuvieron que ir a casa de los futuros consuegros a darles la desagradabilísima noticia de la ruptura del compromiso con lo que la novia, ya amonestada, se quedó, nunca mejor dicho, compuesta y sin novio.
El primer contacto oficial entre la novia y los padres del novio no se producía hasta que no se había leído la primera amonestación. Entonces, la novia era invitada formalmente a cenar a la casa del novio. A esta cena solía asistir también la mozanovia, moza soltera que actuaba como asistente de la novia, auxiliándola en cualquier cosa que necesitara. A mi madre la acompañó mi tía Benigna, novia entonces de mi tío Tiburcio, vecino de la casa de mis abuelos paternos, donde iba a celebrarse la cena.

En los pueblos pequeños, y el mío lo es mucho, cualquier evento es motivo de comentario entre los vecinos, que acostumbran a colocarse en la calle de manera que puedan enterarse bien de lo que ocurre. En el caso de mi madre, se daba la circunstancia de que los vecinos más cercanos eran el novio y los suegros de la mozanovia y cuando llegó la comitiva formada por la novia, la mozanovia y mi padre, que había tenido el detalle de acompañarlas, allí estaban los vecinos plantados en la puerta de la casa esperando la entrada de los novios, lo que fue motivo de comentario, fuera y en la cena, sobre lo goletones* que podían llegar a ser, aunque esos vecinos fueran el futuro marido y la suegra de mi tía.

Goletón: Término peyorativo que proviene del verbo oler, en el sentido de cotillear.


LA ANTEVÍSPERA Y LA VÍSPERA

EL PAN

Tres días antes de la boda se amasaba el pan en la casa del novio. A esta tarea se invitaba a la novia y a la mozanovia. Se solían cocer dos hornadas de pan, ocho o diez panes de tres libras más o menos (el kg. equivalía a dos libras). Se hacían también roscas pintadas de azafrán y se moldeaban hábilmente trozos de masa a la que se daba forma de pájaros o de estrellas que se colocaban encima de las roscas. Estas figuritas de pan se vendían en la plaza entre los invitados a la ceremonia con el fin de sacar dinero para los novios.

La tarea de amasar el pan era un motivo de sana diversión a la vez que una aproximación real entre la novia y la familia del novio. La mozanovia iba, en cierto modo, en calidad de carabina de la novia, vigilando su comportamiento, no sólo en cuanto al trabajo en sí, sino en cualquier otra actividad, especialmente en la mesa, con el fin de causar una impresión excelente a la familia del novio, sobre todo a la madre. Si la novia se despistaba y cometía o estaba a punto de cometer algún error, la mozanovia se lo indicaba discretamente, con un guiño, un ligero pellizco o cualquier otra señal que pasara desapercibida entre los demás y que habían pactado previamente.

Cuenta mi madre que cuando se casó el hijo de una prima hermana suya, estando ella ayudando a amasar el pan y asistiendo también la novia y la mozanovia, en el momento de la comida y sentadas ya a la mesa, la mozanovia pisó discretamente a la novia, como habían convenido anteriormente para el caso de que la novia comiera demasiado, a lo que esta contestó airada y en voz alta: “Pero bueno, si todavía no he empezado…”

















LAS RESES

Se daba este nombre a los animales que se mataban para comer como plato principal el día de la boda. Generalmente eran carneros, aunque también podían ser machos cabríos. Estos animales eran criados para este fin por el padre del novio y recibían cuidados especiales desde su nacimiento. La víspera de la boda, familiares del novio procedían al sacrificio de los animales. Las reses se degollaban y se recogía la sangre, se evisceraban y se dejaban colgadas durante toda la noche para que la carne se atiesara. Al día siguiente se troceaban y se guisaban. Se aprovechaba todo: la sangre se cocía y se mezclaba con las vísceras para hacer la chanfaina y la carne se guisaba en caldereta. De la cocina se encargaban las guisanderas, mujeres y en algún caso hombres, allegadas a la familia que no asistían a la ceremonia, con el fin de tener a punto la comida

Era costumbre reservar una paleta con parte del costillar que se regalaba a los hombres no invitados para que pudieran cenar a la salud del novio. Este trozo de carne se conocía con el nombre de espalda y se pinchaba en un palo vertical en cuyos extremos se ponían dos panes de los amasados para la boda. En la parte del costillar se colocaba un palo transversal con el fin de mantener la carne estirada. Aún recuerdo perfectamente la figura, quizá un poco macabra para mis ojos de niño, que formaban la carne y los panes.

Ir a la cena, que se celebraba la misma noche de la boda, se denominaba “ir a la espalda”. A veces se realizaba una suerte de competición entre los mozos y los casados que se denominaba “correr la espalda”. Se colocaban en grupo detrás de una raya hecha en el suelo de tierra y el mozonovio sujetaba la espalda a una distancia prudencial, unos 150 metros. Se daba la salida y si alcanzaba la espalda primero un soltero, la carne era para los solteros y en caso contrario, para los casados. Lo más común era que, ganara quien ganase, los solteros y los casados terminaran cenando juntos. Una vez terminada la cena, cada invitado ponía algo de dinero con el fin de cumplir con el novio.

Para las mozas no invitadas, la novia daba el convite. Consistía en un ágape a base de pastas, bollos, natillas, arroz dulce y galletas regadas con anís y aguardiente, que se celebraba también la noche de la boda en la casa de los padres de la novia. El desarrollo de la reunión era parecido al descrito para los mozos y la espalda, recogiéndose también un pequeño donativo para cumplir con la novia.




EL CUMPLÍO

La víspera de la boda, ya anochecido, los más allegados de la familia del novio, se personaban en casa de la novia con el cumplío, que consistía, sobre todo, en comida: arroz con leche, natillas, dulces y algún licor. La familia de la novia correspondía con algo parecido para la casa del novio. El ambiente era de jolgorio y, aunque las familias se conocieran desde siempre y se lanzaran algunas pullas sobre todo por los apodos, no cenaban juntas, sino que cada familia regresaba a sus respectivas casas a comer lo que les habían preparado. A la novia solía regalársele en este acto un collar de perlas de dos vueltas, aunque no hace muchos años fue muy comentado un regalo consistente en un reloj de pulsera que un novio incluyó para su futura en el cumplido de la víspera. La madre, las hermanas y las amigas de la novia se hacían cruces sobre lo rumboso que era el novio y la buena situación económica que debía de tener para regalar algo tan caro.
Aún recuerdo el cumplido de mi hermana, hace treinta y cuatro años. Se casaba con su novio del pueblo, por lo que las familias se conocían de siempre, incluso se daba la circunstancia de que unos familiares eran tíos de ambos, por lo que hubo alguna broma sobre dónde debía ir cada uno. Mis padres, mis hermanas y yo esperábamos con la familia de mis padres en nuestra casa la llegada de la familia del novio. Vinieron ya anochecido, con dos flamantes cestos de mimbre blancos tapados con sendos paños, también blancos, inmaculados. Dentro de los cestos, natillas, flan, arroz con leche y pastas. Mis padres entregaron algo parecido y después de las bromas de rigor, sobre las familias, los futuros hijos e incluso el ganado, la familia del novio abandonó la casa y regresó a la suya. Entonces comenzamos el banquete. Todo limpio, cuidado, higiénico, pero mi tío Tiburcio quiso que tomáramos las natillas en su sombrero de paño, compañero de mil aguaceros y muchísimos sudores. Sólo los más valientes se atrevieron a probarlas en tan anacrónico plato y, curiosamente, ninguno de ellos faltó a la ceremonia luego mañana.


LA CAMA DE LA NOVIA

La madre regalaba a la novia la cama completa: catre, somier, colchón de borra, cobertor, manta, sábanas, dos almohadas y una colcha, la más bonita que había, dice mi madre y no lo dudo porque esta cama, que se montaba en la habitación más vistosa de la casa, solía ser visitada por los vecinos, familiares y amigas de la novia.
Mi madre eligió la manta en Béjar. Había ido con mi abuelo Goyo a llevar la lana de las ovejas a esa localidad salmantina con dos burritos cargados con sacos, cuarenta y cinco kilómetros de nada. Iban por el cordel por miedo a la requisa. Viajaron durante toda la noche. Salieron del pueblo al atardecer, buscando cuidadosamente el silencio de los caminos retirados, utilizando la carretera y los puentes sólo lo estrictamente necesario, en El Barco el puente viejo, acercándose a la sierra, donde descansaron y comieron algo. Ya en la provincia de Salamanca, recuerda mi madre que la cara de mi abuelo se relajó, porque entraba en tierras de los amos, receptores de la lana y gente bastante influyente en la zona.

Me imagino a mi madre y mi abuelo detrás de los burros mirando a ambos lados del camino, escudriñando entre los robles y las piedras, imaginando formas y temiendo cualquier encuentro: mal si era la guardia civil y peor si eran los maquis o cualquier otra persona con el suficiente valor como para enfrentarse a una mujer y a un hombre mayor y quitarles la lana y los burros.

Llegaron sin novedad y una vez entregada y cobrada la lana, mi abuelo propuso a mi madre que se comprara lo que quisiera, eligiendo ella una manta peluda buenísima, que ha tenido muchos años en la cama. La colcha era idéntica a la de su prima Benita. Las compraron en El Barco la tía Francisca y mi abuela Andrea. Era una colcha de color rosa con brocados del mismo color. Aún la conserva.

Pusieron la cama en casa de mi abuela Andrea, en la sala de arriba y allí vinieron a verla todas sus amigas, entre las que recuerda a tía Eugenia, que luego mañana le colocaría la mantellina.

Más adelante contaré cómo la ropa de esta cama preciosa e incluso el colchón era sustraída el mismo día de la boda y llevada a la plaza en el momento de ofrecer.


EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA


EL TRAJE DE LA NOVIA

La novia calzaba zapatos hechos a medida, generalmente en Piedrahita, en casa del tío Periquito. Cubrían sus piernas medias finas de algodón de color negro. La falda, también negra, era plisada y encima se colocaba el delantal, que era de fiesta: de color negro, llevaba en la parte baja adornos de pasamanería de bramante y cenefas con bordados. En el cuerpo la novia se ponía la “chambra”, una blusa, también negra, bordada con bodoques y nido de abeja que mi madre llama callo de vaca. Encima se colocaba siempre el pañuelo, prenda de un tejido llamado pelocabra, de color granate, amarillo o verde botella. En la cabeza se ponía invariablemente la mantellina. Como ropa interior llevaba las enaguas, la camisa y el justillo, algo parecido al sujetador de hoy. Habitualmente y el día de la boda también, se ataba a la cintura la faltriquera, especie de bolsa de paño fino o de lana, forrada de tela, con una abertura vertical que coincidía con la del manteo y que podría hacer las veces del bolso de hoy.

Las bodas se celebraban casi siempre en los meses de verano, por lo que no era necesaria la ropa de abrigo. Ya irían bastante abrigadas con aquellos pañuelos, mantellinas y faldas que en un buen día de verano constituirían una auténtica tortura, sobre todo para la novia.

Todas estas prendas, excepto la mantellina y el pañuelo, las confeccionaba la novia ayudada por sus familiares. También debía confeccionar la novia los calzoncillos del novio. No sabemos muy bien cómo se las arreglaban con la talla, pues las fuentes consultadas sobre este tema aseguran que no les tomaban medida. Suponemos que se apañarían con algún hermano o familiar del sexo masculino y de dimensiones similares. Dice mi madre que los hacían a ojo de buen cubero, pero esto es bastante improbable. Quizá algún día, si tenéis ocasión de hablar con mi tía Elisa, os pueda contar lo divertido que resultó la confección de los del tío Teófilo.

Cuenta mi madre cómo unos meses antes de su boda, el 25 de agosto del 47, fue con mi abuela Andrea a Piedrahita para que el zapatero le tomara medidas y le hiciera los zapatos de la boda. Cuando salían de la tienda, un localillo situado en los bajos de la plaza, vieron expuestos varios baúles, elemento imprescindible en el ajuar de la novia y, haciéndoselo notar mi madre a la suya, ésta, ni corta ni perezosa, adquirió uno. El vendedor cargó el mueble en el burro, no sabemos muy bien cómo lo ataría, y madre e hija emprendieron el camino de vuelta, veintitantos kilómetros de nada por la sierra, y, unas veces andando y otras a pie, llegaron a su casa. Este primoroso elemento, tan trabajosamente adquirido, sigue hoy en casa de mi madre lleno de ropa blanca.

Unos días antes de la ceremonia, mi madre debió ir a recoger los zapatos. Hizo el viaje sola. Salió del pueblo de madrugada por el camino de los Reventones, atravesó lo llano de la sierra y las Beceillas, pasó por la Pellona, el Poyal, Navamuñana y la dehesa de la Mora, para salir a la carretera que viene de El Barco, en lo alto de Collado. Una moza de buen ver, de 24 años, por esos caminos, con la sola compañía del burro. No tenía miedo porque, dice mi madre, “que entonces había mucha gente en los campos, más que ahora…”.












LA MANTELLINA DE ROCADOR

Entre las prendas que formaban el taje de boda de la novia, era la mantellina la más reputada. Consistía en una especie de velo que le cubría la cabeza y caía levemente sobre los hombros enmarcando el rostro de la novia. Por fuera era de paño fino negro y por dentro llevaba un forro de tela de dos colores.
Las más conocidas y apreciadas eran las de rocador, palabra que se usa entre los charrros par designar un conjunto de bordados, adornos de pasamanería y brillantes que realzaban la parte externa de la pieza. Por dentro solía ir forrada de tela de raso blanco y fieltro negro.

Una vez concluida la ceremonia en el juzgado, los recién casados se dirigían a casa de los padres del novio para tomar algo antes del banquete. Cuando llegaba la novia a la casa de los padres del novio, la suegra le retiraba la mantellina de la cara y la besaba en ambas mejillas, considerándose este acto como la entrada oficial de la novia en la nueva familia. Luego, la suegra doblaba cuidadosamente la mantellina y la depositaba en una de las dependencias más nobles de la casa, generalmente la sala.

Es bastante conocido el hecho de dos hermanos que se casaron el mismo día, uno de ellos con una mujer ya viuda. Cuando llegaron a la casa del novio, después de la ceremonia, la suegra retiró la mantellina y besó a una de las dos recién casadas, curiosamente a la que no era viuda y, cuando debía besar a la otra, pasó de largo, como si no existiera, ni la besó ni la quitó la mantellina.
Curiosamente luego no vivieron mal suegra y nuera.
También resulta curioso el caso de otra novia que, desconociendo la costumbre, y cuando ya no se llevaba la mantellina, sino el velo, en el momento en el que la suegra intentó retirar de su cabeza esta última prenda para proceder al ritual del beso, la novia, como digo desconocedora de la costumbre, dio un respingo y no permitió que le quitara el velo de la cabeza. Estando la suegra en los últimos días, cuando las confidencias no enturbian ya ninguna relación posterior, en ese momento de sinceridad próxima al fin, al acercarse la novia, ahora también abuela, a la cama de la suegra, esta le dijo “Hay que ver lo buena que has sido para mí, aunque no tuviste buenos principios”. Al inquirir la nuera extrañada por esos principios tan inquietantes, la suegra le explicó que el día de la boda, cuando fue a retirarle el velo para besarla y oficializar así la entrada en la familia, no lo había permitido.

En fin, cosas veredes…

LA BODA DE MIS PADRES


EL TRAJE DEL NOVIO

El novio vestía traje de pana lisa, de dos piezas, de color negro. La camisa era de lienzo blanco, de manga larga, con gemelos que le había regalado la novia. Llevaba corbata de colores, también regalo de la novia que compraba la más bonita que había, sin reparar en el precio. Calzaba zapatos de piel negra hechos a medida para la ocasión en Piedrahíta, también en casa del tío Periquito, con el que trabajaba su hijo Eduardo, que era quien tomaba siempre la medida cuando el novio iba personalmente a efectuar el encargo. Si por razones de trabajo el novio no podía ir, se tomaba la medida con un palo que se introducía en algún viejo zapato del novio, calculándose así la longitud del nuevo. No se dice nada del ancho del pie, que debía de hacerse a ojo de buen cubero, y que no siempre sería el adecuado.
Imaginaos lo que debería sufrir el pobre novio, habituado a la soltura de las abarcas o de las zapatillas de lona, con sus pies embutidos en un zapato nuevo, no sabemos si de ancho correcto, todo el día en pie y bailando siempre que alguien se lo pidiera. Dice mi madre que algunos terminaban el día con los pies en carne viva.
El sombrero, prenda muy usada en aquellos tiempos, era imprescindible el día de la boda. El del novio estaba hecho de paño negro forrado por dentro con fieltro blanco. Luego lo cambiaría por uno de paja para las labores del campo o por la clásica boina para los días grises del invierno. El sombrero se consideraba prenda de vestir, por lo que cuando iban a El Barco, a Extremadura o a misa, siempre llevaban sombrero, muchas veces el mismo de la boda, ya que era el único que tenían.

En cuanto a la ropa interior, sabemos que llevaban calzoncillos de lienzo blanco, abiertos por delante y que llegaban hasta debajo de las rodillas donde se ataban con cintas. Esta prenda solía confeccionarla la novia.

LA BODA DE MIS PADRES


PREPARANDO A LA NOVIA
Cuando he recordado esto con mi madre, me ha llamado la atención el comentario que ha hecho: “ese día me levantaría algo más tarde”. Lo cuento para que os hagáis idea de la manera de vivir en los pueblos en aquellos tiempos. Esa mañana la novia no hacía nada. La noche anterior había dejado toda su ropita cuidadosamente colocada encima de la cama y, una vez levantada, esperaba la llegada de las mozas del pueblo que venían a cumplimentarla y a ayudarla a vestirse. Toda la mocedad esperaba la llegada del novio que venía con los padrinos, los familiares y los músicos, que habían ido a buscarle a su casa. Entonces se dirigían a la iglesia entre cánticos a la novia. He recogido los siguientes:

Madrina de tanto rumbo
padrino de tanta sal
cómo no has traído coche
para a los novios llevar

Estr. Arrima el caballo
cara de amapola
arrima el caballo
que monte la novia

La madrina es una rosa
el padrino es un clavel
y la novia es un espejo
y el novio se mira en él

Estr. Arrima el caballo
cara de amapola
arrima el caballo
que monte la novia

A la puerta de la iglesia
relucen cuatro candiles
son los ojos de los novios
que los sacramentos piden

Estr. Arrima el caballo
cara de amapola
arrima el caballo
que monte la novia
.
Esta calle está enrollada
con rollos de chocolate
que la ha enrollado el novio
para que la novia pase.

Estr. Arrima el caballo
cara de amapola
arrima el caballo
que monte la novia

Mozanovia, mozanovia
no te lo presumas tanto
que también las buenas mozas
se suelen quedar en blanco


Cuando llegaban a la iglesia, el cura los recibía en la puerta y cesaban los cantos porque dentro de la iglesia no se cantaban canciones de boda. En la puerta el cura les preguntaba si venían libremente a contraer matrimonio y allí se celebraba prácticamente toda la boda. Se colocaban los anillos y subían directamente al altar mayor para asistir a la celebración de la misa. El sacerdote les colocaba el yugo, especie de manto de unos 40 cm. de ancho y dos metros de largo que cubría el hombro del novio y la cabeza de la novia por encima de la mantellina, simbolizando la vida que iniciaban como pareja y la necesidad de apoyarse mutuamente, de caminar juntos pensando en el otro, simbología que los labradores entendían perfectamente porque desde niños habían uncido la yunta, ellos decían uñir, y sabían muy bien que las dos vacas eran una cuando estaban ayuntadas y que cualquier movimiento de una de las dos afectaba a la pareja.

En el altar mayor los novios estaban de espaldas al público y cuando terminaba la ceremonia, aún con el yugo sobre los hombros, debían darse la vuelta para ponerse de cara a los invitados. Según mi madre, esta maniobra era bastante dificultosa y alguna vez, no eran capaces de efectuarla con la galanura que la ocasión requería, sobre todo el novio que se hacía un lío con el yugo y la novia, originando entre los invitados risas y algún comentario sobre la torpeza del hombre. ¡Ay, qué pinta de torpe tiene…!
En cierta ocasión, uno de los contrayentes sufrió un mareo y se cayó al suelo rompiéndose el yugo, imagino que por la debilidad de la tela después de numerosísimos lavados en las frías aguas de la sierra, siendo esta la última vez que se usó dicha pieza.

Desde la iglesia, los contrayentes pasaban directamente por el juzgado para la ceremonia civil, dice mi madre que para firmar que “ya estábamos casados, no como ahora, que se casan ocho o diez días antes en el juzgado y muchos ni siquiera van a la iglesia”. Desde allí iban a la casa del novio donde tomaban chocolate y sopa en vino y bailaban en la puerta hasta la hora del banquete.

En el caso de mi madre tuvieron que bailar al son de las tapaderas y de las botellas de anís porque, aunque había ido el tío Reondo a buscar a los músicos a La Angostura, no los encontró ya que estaban en el campo y no pudieron venir hasta por la tarde, a la hora de ofrecer, pero eso lo contaremos más tarde.

LA BODA DE MIS PADRES


EL BANQUETE

Desde la iglesia, la novia y el acompañamiento se dirigían al juzgado para la celebración de la ceremonia civil. Luego iban a la casa del novio y las mozas cantaban así:

Salga la madre del novio
un poquito más afuera
a recibir a la novia
y a reconocer su nuera.

Los invitados pasaban a la casa, donde eran obsequiados con chocolate con vainillas, una especie de barquillo relleno de crema. En algunos casos se bailaba en la calle, delante de la puerta, excepto en la boda de mis padres que, como he dicho antes, no tuvieron músicos hasta por la tarde.

Sobre las dos se comía. Si los invitados eran muchos, los padres debían pedir ayuda al vecino para ubicar a algunos comensales, con lo que los más allegados comían en la casa de los padres del novio y los más lejanos, en la casa de los vecinos que amablemente la habían prestado. También se pedía ayuda a la familia para la vajilla y los cubiertos, ya que en ninguna casa había útiles suficientes para dar de comer a tanta gente. Al día siguiente se devolvían después de lavados y ordenados para que no se perdiera ni faltara ninguno. Previamente se habían montado las mesas: los novios, los padrinos, los mozonovios y los padres en la mesa principal, en la parte más vistosa de la sala. Para los demás solían poner tablas encima de otras mesas que hacían de soportes, de manera que quedaran mesas corridas que cubrían con manteles de color blanco, generalmente sábanas.

Primero se servía la chanfaina, plato cocinado con las tripas y las vísceras de las reses mezcladas con huevos duros y arroz. Luego se comía en forma de estofado la carne de los animales muertos el día anterior. Todo ello regado con abundante vino que, previamente habían ido a buscar a Tornavacas y que se había conservado perfectamente en los pellejos de cabra preparados al efecto, que mis padres llamaban colambres. Algún día contaré cómo hacían el viaje y alguna anécdota curiosa sobre el mismo tema. Si la boda se celebraba en otoño, cosa rara, se traían de Bohoyo manzanas que se servían como postre. Si no, solía tomarse arroz dulce o natillas que se habían hecho con la leche de las vacas ordeñadas por los mozos la noche anterior. Era costumbre que el padrino presentara al final de la comida lo que mi madre llama el postre de la novia, especialmente confeccionado para sorprender jocosamente a la novia y a los familiares. El padrino requería la atención de los comensales a voces o golpeando un vaso con una cuchara mientras decía: “Aquí está el postre de la novia”, a la vez que le mostraba un plato tapado con otro. Cuando ésta levantaba el plato que hacía de tapadera, solía encontrar algún objeto que tenía relación con el apodo de la familia de los contrayentes: una calabaza, unos restos de pan y hasta una lagartija que, según mi madre, sembró el pánico entre los comensales, cosa bastante rara porque aquellos hombres y mujeres estaban habituados a lidiar con animales mucho más peligrosos.

Antes de ofrecer, ceremonia maravillosa de la que hablaré mas tarde, los invitados más allegados cenaban, generalmente los restos de la comida del mediodía.

En la mayoría de los casos que he consultado, la comida de las bodas en Castilla es muy similar: abundancia de productos de la zona cocinados por personal allegado a la familia de los contrayentes y ausencia de productos como el pescado y la fruta, más escasos y difíciles de encontrar.

LA BODA DE MIS PADRES


OFRECER

No hace mucho tiempo tuve ocasión de ver por la televisión una antigua boda en un pueblo de Extremadura en la que las madres de los recién casados pregonaban y mostraban abiertamente los regalos que los invitados iban haciendo a los novios, empezando por los padres y familiares más allegados y terminando por los más lejanos, así se tratara de dinero o de ropa. Esta boda me sorprendió agradablemente, sobre todo porque me recordaba un acto que en las bodas de mi pueblo, en los tiempos de mis padres, llamábamos ofrecer. Nosotros no pregonábamos los regalos, pero sí los entregábamos públicamente, a la vista del pueblo, de manera que todos pudieran enterarse de lo que regalaba cada uno de los invitados.

Este acto se realizaba al ponerse el sol con el acompañamiento de los músicos contratados para la ceremonia y la presencia de todos los invitados y de la gente del pueblo que quisiera y pudiera asistir, que se colocaba rodeando la plaza en una amplia circunferencia, sin perder detalle de la ceremonia y que recibía, de cuando en cuando, el alivio generoso de una fresca jarra de vino que pasaba de mano en mano.

En el centro de la plaza se ponía una mesa y encima de ésta una bandeja de cristal o de plata, si la había, para depositar el dinero en efectivo que los hombres entregaban a los novios. Se formaba una fila que encabezaban los padres de los contrayentes, precediendo al padrino, a los hermanos y a los tíos, luego los primos hermanos y demás invitados del sexo masculino. Al llegar a la mesa, cada hombre se quitaba respetuosamente el sombrero y depositaba en la bandeja la cantidad en billetes que estimaba oportuna, siempre a la vista de todos.

Después de recogido y guardado el dinero, se ofrecían a la novia los regalos de las invitadas, siempre con música y baile. Cada una de las tías carnales bailaba con la novia y le ofrecía una prenda de cama, generalmente una sábana o una colcha que enrollaba cariñosamente en el cuello de la novia al finalizar la pieza a la vez que la besaba en ambas mejillas. Las primas solían bailarle prendas de menos valor y las invitadas más lejanas e incluso las no invitadas, solían regalar a la novia, siempre bailando, pucheros, coladores, cubiertos u otros utensilios para la casa. Después el baile se generalizaba y los novios y los mozonovios bailaban con cualquiera que se lo pidiera, cobrando siempre un pobre estipendio, que iría a engrosar la cantidad de dinero depositado por los hombres.

A veces se bailaba a la novia la ropa de su propia cama, que hábilmente y con la complicidad de algún familiar le había sido sustraída por los mozos invitados. Pero a este hecho dedicaré un comentario aparte. Aún recibirían regalos los novios varios meses después de casados cuando regresaban al pueblo las gentes que no habían podido asistir a la boda. Entonces los regalos solían consistir en grano dentro de una cazuela o un tazón, que también se regalaban.

NI CAMA NI CORCHA NI CORCHÓN...




NI CAMA NI CORCHA NI CORCHÓN…

No había boda en mi pueblo en la que no se hiciera alguna broma a los contrayentes para contribuir al jolgorio de la fiesta y sin que supusiera menoscabo o desprecio para los recién casados. Aún hoy se siguen haciendo, pero menos, porque la vida en la ciudad no aconseja la entrada en una vivienda que no sea la tuya. Todavía recuerdo mi boda, cuando encontré debajo de mi cama varias decenas de cascabeles que, con celo digno de mejor causa, había ido guardando mi primo Pedro, cuidadosamente atados al somier con alambre, con el fin de que me entretuviera quitándolos, cosa que me costó un buen rato, antes de, como decía él en una nota que encontré debajo de la cama, dedicarme a labores más tiernas.

Entre todas las bromas posibles, una que no faltaba nunca era la sustracción de la cama de la novia. Ahora los contrayentes no suelen dormir en su cama hasta el regreso del viaje de bodas, pero entonces los novios no iban de viaje y la llegada de la noche suponía para algunos, aparte de la necesidad del descanso después de un día agotador, el primer contacto con la novia con todas las de la ley. Incluso en las canciones que las mozas cantaban en el acto de ofrecer se refleja la proximidad de la noche como factor insoslayable para la novia, como queda reflejado en el siguiente cantar:

El novio ríe que ríe
la novia llora que llora
el padrino le pregunta
¿qué tienes blanca paloma?

a mí no me pasa nada
ni me duele la cabeza
no que siento es lo que siente
que la noche ya se acerca


Sin embargo, antes de entregarse a los menesteres propios del momento, los novios debían de pasar por el trago de recuperar su propia cama que les había sido sustraída por la tarde, a veces con riesgo serio de sufrir un accidente, ya que no solían disponer de la llave de la casa y la entrada al dormitorio de la novia debía realizarse por el balcón o forzando alguna ventana, previa rotura del cristal correspondiente. Los novios sabían ya que les habían sustraído la cama porque la ropa se había lucido en la plaza en el momento de ofrecer, si no toda, sí algunas prendas, por lo que intuían que no podrían dormir en su camita si no llegaban a un acuerdo. Entonces comenzaba la negociación: los mozos pedían dinero al novio como rescate de la ropa y él se negaba a dárselo amenazando con irse a dormir a casa de algún familiar, pero terminaba cediendo porque para ellos, y sobre todo para la novia, era muy importante pasar la noche de bodas en su camita y con sus sábanas y colcha que había preparado con tanto esmero, a veces durante varios años, por lo que el conflicto terminaba cuando el novio accedía a entregar una cantidad, generalmente menor de la solicitada, que los mozos aceptaban y se apresuraba n a transformar en vino lo antes posible para continuar la fiesta.

Entonces los novios desaparecían discretamente y si tenían suerte y los mozos no se daban cuenta o estaban entretenidos en otras cosas, podían disfrutar de su primera noche de amor bendecida por la iglesia y el juzgado. En caso contrario, aún deberían soportar el sonido de los cencerros debajo de la ventana o algunos cantos alusivos a la virilidad del hombre, hasta que los mozos, agotados de tan largo día, se iban a la cama o a continuar la juerga en otro lugar.

Ni mi madre ni yo tenemos conocimiento de que el hecho de sustraer la cama de la novia originara conflicto alguno entre los asistentes a las bodas, incluso si se había producido algún desperfecto en la casa como consecuencia del robo. Todo el mundo conocía la costumbre y la aceptaba y si la ropa no se sustraía, algunos llegaban a pensar que la gente joven de la boda era poco valiente o “no tenía lo que había que tener”.

Sin embargo, no era así en otros sitios donde la costumbre resultaba desconocida.
Cuenta mi madre que fue a la boda de un familiar a La Vera. Recuerda perfectamente cómo hicieron el viaje a lomos de una yegua por el Puerto de Castilla, hasta Cabezuela del Valle, subieron por El Piornal y bajaron a Jaraíz. Todo un día de viaje para llegar la víspera de la boda, que se celebró en un pueblo llamado El Collado. Mi madre estaba deslumbrada, sobre todo por el coche del que descendió la novia a la puerta de la iglesia, un coche enormemente largo y enormemente negro, dice ella. A la hora de ofrecer, cuenta mi madre que un hermano de la novia dijo “que allí no se daba nada, que el que no valiera para casado, que no engañara a la mujer”. Entonces los invitados de mi pueblo pensaron que si no se les permitía ofrecer públicamente los regalos, al menos deberían aplicar alguna de las costumbres que ellos celebraban, por lo que decidieron sustraer la cama de la novia, con la complicidad previa de una vecina que prestó su casa para guardarla. Pero no contaban con que ni la novia ni su familia conocían la costumbre.

Comieron bien y bailaron durante buena parte de la noche, retrasando en lo posible el momento de irse y cuando la novia quiso enseñarles la cama a las nuevas familias se encontró con el somier y los catres tristemente desnudos. Su primer pensamiento fue que la habían robado de verdad y entre un mar de lágrimas empezó a gritar con ese acento tan verato que mi madre imita a la perfección:

- ¡Ay qué robo, Dios mío! Ni armohada ni corcha ni corchón- a la vez que gritaba y lloraba desconsolada incitando a su padre a llamar a la Guardia Civil. Cuando los invitados le pedían que se tranquilizara, que alguna explicación habría para la desaparición de la cama, ella insistía en que, aprovechando la boda, alguien habría robado en el pueblo y le había tocado a ella porque sabían que la casa estaría vacía. Ante la insistencia en poner el caso en conocimiento del juez, la familia del novio se apresuró a devolver la ropa y a explicar que se trataba de una costumbre y que no había habido intención de disgustar a nadie. Tardó la novia en aceptar las explicaciones y sólo cuando el novio corroboró la versión de los parientes de la sierra, se sintió más tranquila.

De los partos en casa, “el agua de socorro” y otras vicisitudes de la vida hablaremos en otra ocasión.

RHM. Enero 08