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martes, 18 de diciembre de 2007

Y LA LUZ SE HIZO



Nunca habíamos oído hablar de Macondo. Sin embargo, las sensaciones que sentimos con la llegada de la luz eléctrica a nuestro pueblo, debieron de ser muy parecidas a las que experimentaban los habitantes de aquella remota localidad con la llegada de Melquíades y su tribu de gitanos.
Hasta entonces nos habíamos alumbrado con el candil y en las casas de más fuste, con el carburo. Primero llegaron unos albañiles de La Lastra, los Folanas, y comenzaron una construcción parecida a un prisma de base cuadrada a las afueras del pueblo, muy cerca de la carretera. Resultó una construcción primorosa, como la torre de la iglesia, aunque algo más baja, con ventanas rectangulares en la parte superior. En las esquinas tenía unas hermosas piedras de cantería y las paredes, también de piedra, estaban enfoscadas y pintadas de blanco. Pusieron una puerta de hierro y encima atornillaron una calavera atravesada por dos huesos en forma de cruz. Iban a traer la luz eléctrica al pueblo y aquello era el transformador. Decían los niños que ya habían conocido la electricidad en Extremadura, que la luz llegaba a aquel edificio en estado salvaje y necesitaba ser transformada hasta dominarla y dejarla apta para el consumo. Algo así, decíamos los más ignorantes, como las chotas añojas, que bajaban a la era en estado salvaje y era necesario domarlas. El yugo y el trillo eran el transformador que las dejaba en condiciones para las labores del otoño.
Luego llegaron unos hombres que descargaron una gran cantidad de postes de pino de un camión y los depositaron en la plaza, cerca del transformador. Los hombres se instalaron en la casa del médico, que, casualmente, se encontraba deshabitada y comenzaron su trabajo. Primero midieron con largas cuerdas y clavaron estacas en el suelo virgen del Castrejón. Luego las quitaron y en su lugar hicieron grandes agujeros cuadrangulares, perfectos. En esos agujeros metieron enormes pilares de hormigón, zapatas las llamaban ellos, y las fijaron con piedras y cemento. En las zapatas, cuando el cemento hubo fraguado, colocaron los postes de pino, firmemente atornillados con grandes bulones que los atravesaban de parte a parte. Y un buen día apareció una línea de palos desde el Monte Nuevo a la ermita, perfectamente alineados, como pudimos comprobar los chavales, ya que colocándonos delante de uno de ellos, cosa que hicimos todos, no se veía ninguno de los otros. Era la nueva línea de alta tensión que traía el progreso a nuestro pueblo.
Cuando terminaron su trabajo en el campo, los electricistas comenzaron en el pueblo: palomillas, postes, cables, jícaras y otros elementos desconocidos para nosotros, pero cuyos nombres los niños aprendíamos de memoria con el fin de no desentonar de aquel progreso que, decían los entendidos, vendría a cambiar la vida del pueblo.
Luego trabajaron en el interior de las casas haciendo la instalación, como decía José, el jefe de la cuadrilla, que se había convertido prácticamente en un habitante más de nuestro municipio. Entonces, las señoras, solas como casi siempre, escribieron cartas a los maridos que estaban en Extremadura preguntándoles sobre el número de bombillas que debían poner en la casa, si cuatro o cinco, si se ponía en el sobrao o no y si se metía la luz en la casilla. Como en otras muchas ocasiones, la decisión debió tomarla la mujer sola, porque los electricistas achuchaban y el servicio de correos, aunque excelente, era lento porque las comunicaciones también lo eran. Luego colocaron el contador y las casas cambiaron su fisonomía: en los marcos de las puertas aparecieron unos extraños artilugios de color blanco, de los techos colgaban unos objetos de cristal que eran como la bombilla de la linterna, pero mucho más grandes y por las paredes circularon cables, también blancos, que pronto se ennegrecerían con el humo.
A partir de entonces sólo cabía esperar. La luz iba a venir de un viejo molino ubicado en el río Tormes, en el término de Zapardiel, que los más entendidos llamaban pomposamente La Fábrica. El enganche se produciría en la línea que pasaba por la dehesa de la Aliseda y que los niños habíamos visto muchas veces cuando íbamos al molino de Calolo. Y, por cierto, era una línea fea que se sustentaba sobre postes de roble, viejos y torcidos, no como nuestros flamantes postes de pino.
Y un buen día, los electricistas desaparecieron del pueblo. No se llevaron sus herramientas y cuando los niños preguntamos que dónde estaban, nos dijeron que habían ido a enganchar y que por la tarde ya tendríamos luz, así que comenzó la espera. En nuestras cabezas infantiles, en la mía al menos, no cabía otro pensamiento y en la escuela y en la casa y en la calle, nuestras conversaciones giraron única y exclusivamente sobre el acontecimiento que se aproximaba, deseando que las horas fueran minutos. Sin embargo el día transcurrió con la misma lentitud que el anterior, quizá más lento aún, y después de salir de la escuela, mi vecino Pedro y yo nos plantamos en Lleralta, a las afueras del pueblo, debajo de los cables recién instalados, cómodamente tumbados sobre la hierba de otoño, decididos a esperar la llegada de la luz. Yo tenía nueve años y albergaba en mi mente toda la ingenuidad y la impaciencia de la edad y como la luz no venía, no dejaba de importunar a mi amigo: "Pedro, que no viene". "Ya vendrá", respondía éste, dos años más mayor y mucho menos ingenuo. "Pedro, ¿cuándo viene? Tranquilo, ya llegará. Y la luz no venía y yo me impacientaba y Pedro, que debía de estar harto de mis preguntas y, sobre todo, de mis insinuaciones sobre la posibilidad de que la luz pasara por encima de nuestras cabeza sin que nos diéramos cuenta, me dijo: "Tranquilo, Rufino, que si la luz es buena, tiene que hacer ruido".
Muchas veces, en mis largos paseos por el campo, he pasado por debajo de los cables de alta tensión y he recordado, a veces con sorna, pero siempre con ternura, el incidente anterior.
La luz, como tendríamos ocasión de comprobar después, no cambió mucho la vida del pueblo. Algunas vecinas decían que no entendían cómo habían podido coser tanto a la luz del candil, pero lo cierto era que la luz, aun produciendo muchísima más claridad que éste, no era gran cosa. La Fábrica, que generaba energía para varios pueblos del alto Tormes, no tenía la potencia suficiente y cuando por la noches se encendían todas la bombillas, la intensidad bajaba tanto que no alumbraba mucho más que el antiguo candil. Después de las diez, cuando los cansados cuerpos se acostaban y muchas bombillas se apagaban, la luz subía tanto que algunas se fundían. Mi primo Goyo decía entonces "que habían echado otro cazao".
La luz no se encendía, venía. No se apagaba, se iba. Cuando alguna noche, la luz no se encendía a su hora, los vecinos decían que no había venido y ese venir encarnaba el mayor de los secretos, como si la luz tuviera vida propia y decidiera alumbrar o no, según el tiempo que hiciera. En las noches de aire o de tormenta, era común que la luz decidiera irse y nosotros aceptábamos aquella marcha con resignación absoluta. La luz era, además, un enemigo peligroso con el que había que adoptar siempre una actitud, si no de miedo, sí de temeroso respeto, sobre todo por el desconocimiento que entrañaba, por eso habían colocado la calavera con las tibias cruzadas en la puerta del transformador y en cada uno de los postes, con un cartel que decía bien clarito: "no tocar, peligro de muerte".
Los electricistas se quedaron unos días más, nombraron a un señor del pueblo para que encendiera y apagara las luces públicas y se marcharon. En los días que permanecieron con nosotros tuvimos ocasión de escuchar numerosas anécdotas que habían ocurrido en otros pueblos en los que habían puesto la luz. Entre ellas hay una que he oído muchas veces, incluso a amigos y compañeros de trabajo, que no pertenece, por tanto, a mi pueblo y que os relato a continuación.
Habían llevado la luz a un pueblo de una provincia española. La misma tarde del enganche, cuando la mayoría de los vecinos estaban entusiasmados con la electricidad, un hombre mayor se había presentado al jefe de la cuadrilla pidiéndole por favor que fuera a su casa porque todos los vecinos tenían luz y en su casa no lucía ni una sola bombilla. Partió el jefe con el lugareño y cuando llegaron a la casa, este indicó al técnico:
-¿Lo ves? No luce ni una. Ni esta, ni esta ni esa ni aquella. Ninguna luce.
Observó el operario los plomos y viendo que estaban bien, preguntó:
-Pero, ¿ha dado Vd. la llave?
-¿Qué llave? - respondió éste.
- Cómo que qué llave, el interruptor.
Y diciendo esto accionó una de las llaves y luego las otras y las bombillas se fueron encendiendo, una a una, sin fallar ninguna. El buen hombre creía que las bombillas se encendían y se apagaban solas.
Anécdotas de este tipo podría contar varias, desde el pastor que intentó apagar la bombilla soplando y que como no lo conseguía no tuvo otro remedio que golpearla con la zapatilla, hasta el que quería encender un cigarrillo en la lámpara. Pero estas las dejaremos para otra ocasión.

RHM. Dic 07

sábado, 1 de diciembre de 2007

LOS HOJALATEROS

Los hojalateros solían llegar con la primavera. Eran dos, siempre los mismos y venían con su burro enganchado a un viejo carro con las ruedas de goma. Antes de que llegaran, los niños ya habíamos advertido al pueblo de su presencia formando un cortejo que los acompañaba en alegre algarabía. Solían descargar el carro en un corral soleado y abierto a la calle, que llamábamos de la tía Daniela. Allí colocaban todos sus cachivaches en perfecto desorden, de manera que fueran bien visibles para los clientes. Luego, uno de ellos encendía un fuego en una lata que contenía restos de otros fuegos, echaba unos trozos, pocos, de carbón y bastante leña que traían en el carro y que debían de haber recogido por el camino. El otro recorría el pueblo pregonando su mercancía: ”El hojalaterooo…Se arreglan pucheros, sartenes, vasos de laaata.. Se componen somieres… Se venden cántaras, regaores….”. Al oír las voces, las vecinas se decían unas a otras: “Ya han llegao los componeores…”.

La clientela preferida de los hojalateros eran las mujeres. Les vendían cántaras, vasos de lata y regadores. Reparaban pucheros de porcelana, sartenes, catres y somieres. Afilaban tijeras y cuchillos y podían arreglar casi cualquier cosa que estuviera rota y no requiriera piezas de repuesto.

A primeros de mayo, las vacas, que habían pasado el invierno en pacífica comunidad en los prados y las casillas del pueblo casi como un elemento más de la familia, eran trasladadas a las dehesas boyales, mucho más frescas y con mejores pastos, para pasar el verano. Bastantes iban recién paridas y necesitaban ser ordeñadas diariamente porque el becerro no se terminaba la leche y la vaca podía enfermar de mamitis. En esos casos eran fundamentales las cántaras y los vasos de hojalata, sobre todo por su durabilidad y seguridad en el transporte de la leche desde la sierra hasta el pueblo. Los regadores se usaban, sobre todo en los huertos para regar los plantones de pimientos, tomates y la llanta, en general. Eran también imprescindibles para mojar moderadamente la ropa que se lavaba en la garganta o en El Venero y se tendía en la era y que necesitaba mojarse para que los rayos del sol de ese cielo sin paisaje que es Castilla no la decoloraran excesivamente. Reparaban también, ellos y mi madre lo llamaban componer, pucheros y objetos de porcelana. Esencialmente la reparación consistía en la soldadura de algún agujero ocasionado por el uso, reparación que a los niños de entonces nos parecía toda una obra de ingeniería y que quizá lo fuera. Para mí era un espectáculo maravilloso ver cómo unos golpes maestros y unas tijeras, que cortaban la chapa como si fuera papel, convertían un trozo de hojalata en un asa, un embudo o el culo de una cántara. Me fascinaban también el soldador dirigido por la mano firme y sucia del hojalatero y el estaño derritiéndose sobre la lata formando figuras caprichosas hasta convertir aquel rompecabezas de piezas sueltas en objetos imprescindibles para la pobre economía del pueblo. Aún conservo alguna cántara para leche y varios pucheros reparados por estos herreros sin soplete, que cumplen perfectamente la función para la que fueron concebidos.


Para los lugareños, la llegada de los hojalateros al pueblo constituía un acontecimiento que venía a romper la rutina diaria después de un largo invierno pleno de frío e incomunicación. Eran un soplo de aire que nos confirmaba que la vida seguía, que la tierra giraba y que en algún lugar, alguien nos tenía en cuenta y se acordaba de nosotros. No hace muchos días, un buen amigo que vivió muchas veces la llegada de los hojalateros, comentaba que para los chicos de los pueblos de la sierra de Gredos, los hojalateros, los charlatanes, los cacharreros, los ciegos de copla y otros visitantes ocasionales que llegaban con el buen tiempo, tenían la misma importancia que la que hoy se pueda dar al cierre de gira de Los Rollings en una capital europea.

La relación con las mujeres del pueblo era de confianza y los diálogos entre vecinas surgían espontáneos frente al muestrario de objetos diversos que se extendían ante sus ojos, algunos de ellos tan novedosos para las mujeres como para nosotros, los niños.

Los hojalateros eran para los habitantes del pueblo hombres de mundo que conocían a mucha gente y que habían vivido experiencias impensables, unas ciertas y otras inventadas. Uno de ellos contaba siempre la siguiente historia que, repetida muchas veces por la gente, se grabó en mi memoria, aunque entonces no la entendiera.

Habían llegado los hojalateros a un pueblo y se habían instalado en el corral de siempre, habían encendido sus hogueras en las latas y calentado los soldadores. Era por la mañana y la clientela escaseaba. Uno de los dos decidió ir por el pueblo en busca de trabajo y así llegó a la puerta de una señora que le presentó un puchero agujereado. Sentose el hojalatero, bajó la herramienta, tanteó el puchero y miró a la señora que se había sentado también en una piedra, enfrente del afanado componeor. Calentaba éste el estaño, miraba a la señora y volvía a sopesar el puchero, repitiéndose esta secuencia varias veces sin que el hombre se decidiera a comenzar la faena. Al fin, el hojalatero dijo a la mujer:

- Señora M., levántese o no le arreglo el puchero.
- ¿Qué pasa?
- Nada, quítese de ahí o no vamos a terminar nunca.
- ¡Ay, por Dios¡ ¿Es que me se ve algo?
- El mismo “propio”, señora, el mismo propio.