jueves, 11 de enero de 2018

HA VUELTO A NEVAR


He oído decir a muchos niños y jóvenes que sueñan frecuentemente con despertar alguna mañana con un nevazo como los de antes. Un bello sueño que, si se hace realidad, los llevará  a conocer uno de los sucesos más espectaculares de la Naturaleza: lo que antes era campo adormecido por el invierno, robles mustios y peñascos grises, aparece de pronto cubierto de un blanco uniforme pleno de formas caprichosas y extrañas que cuesta reconocer. No se ve a nadie, no hay más acompañamiento que la blancura nítida del paisaje y el azul del cielo; nada se oye, sólo ese silencio que señala que la nieve se adueña del campo. Los pájaros, que volaban tristes debajo de los nubarrones negros que anuncian la nevada, se recortan ahora en el cielo azulísimo con un vuelo grácil y alegre, contagiados de ese cambio asombroso, casi irreal. 
Ya no nieva como antes.
Antes nevaba mucho más, pero sobre todo, sufríamos mucho más las nevadas que caían. Cincuenta años atrás, un nevazo alteraba repentinamente la existencia monótona del invierno. Antes de cerrarse el cielo sobre los picachos de Gredos, alguno de los ancianos que se calentaban al solecillo débil de la tarde, miraba al valle e, invariablemente, decía: se oye el ruido del río en La Aliseda; viene la nieve. Y la nieve venía. Primero era un ventarrón que ululaba amenazante; luego, el cielo se oscurecía y, cuando cesaba el viento y nada se oía, la nieve empezaba a caer mansamente, oscureciendo aún más el cielo y transformando el negro terroso de las calles en un blanco impoluto. Todo envuelto en un silencio mágico, casi religioso. Llegaba la noche y los más previsores metían la pala en casa, seguros de que a la mañana siguiente la necesitarían para salir.Y así era. Había nevado y todo se trastornaba. De repente había que preocuparse de resolver las necesidades más urgentes. Primero la leña; y el agua, que estaba en las fuentes. Todo el pueblo era blanco ahora y sobre el perfil inmaculado de la nieve se veían las figuras negras de las mujeres, arropadas hasta la cabeza, moviéndose por unas veredillas estrechas, con un calabón en la mano, un brazado de astillas o un cántaro al cuadril. Luego, el ganado. Las vacas no podrían salir de la cuadra en varios días, por lo que habría que aprovisionarse de heno y, sobre todo, habría que darles agua.  Y hay que ver el agua que puede beber una vaca; y lo peleones que son estos animales cuando se juntan con otros de su misma especie. Y lo caprichosas que resultan cuando no les gusta el agua del pilón de abajo y hay que llevarlas al de arriba. Y lo trabajoso que puede resultar convencer a las más díscolas de que no pueden retozar libres por el campo nevado, sino que han de volver al duro cornil que las ata al pesebre.
Aunque la comida no era un problema, porque en casi todas las casas había harina de trigo y un horno y la matanza estaba aún reciente, en cualquier momento podían sonar las campanas llamando a espalar la carretera. O la turuta de tío Agapito. Porque entonces, si ya existían las máquinas quitanieves, nosotros no estábamos enterados, así que los hombres del pueblo, que no eran muchos, pero sí más que ahora, abrían la carretera palada a palada y miraban al cielo, convencidos de que, si volvía a nevar, el trabajo que estaban haciendo sería estéril. 
Los niños no éramos ajenos a este cambio de vida: todo el día con las botas de goma, aquellas katiuscas, frías y duras, que sólo mantenían secos los pies si tenías cuidado de que no se metiera la nieve por arriba. Íbamos a la escuela, donde un minúsculo brasero que debía calentar el local, calentaba sobre todo la mesa del maestro. Nos arrimábamos a la lumbre en aquellas cocinas frías y humosas, con una chimenea enorme; una lumbre que, ya era sabido, te abrasaba por delante y no te calentaba por detrás; y andábamos llenos de barro, porque tarde o temprano la nieve acababa derritiéndose y las calles se convertían en un lodazal.  Y trabajábamos, porque los niños éramos mano de obra imprescindible en las casas: ateridos de frío cargábamos con un acechillo de heno; ateridos de frío llevábamos las vacas al pilón y corríamos detrás de las retozonas y ateridos de frío partíamos leña y ayudábamos en las tareas de la casa. Y ateridos de frío jugábamos felices y nos deslizábamos velozmente por unas pendientes que llamábamos esbaruzaeras, sin más tabla ni trineo que las suelas de nuestro calzado. Y hacíamos unas bolas enormes que abandonábamos cuando ya no podíamos con ellas en cualquier lugar, donde permanecían días y días, como testigos mudos del nevazo cuando ya todo era agua. Y, al llegar a casa, nos metíamos tan encima de la lumbre que nos dolían las uñas y nos salían sabañones.
Por eso los niños de entonces, sexagenarios ahora, no soñamos con grandes nevazos; por eso los viejos de ahora, aun conociendo lo necesaria que  es la nieve, sienten una especie de punzada en el estómago cuando oyen ciertas florituras a esos que asisten al espectáculo de la nieve desde detrás de una ventana con doble cristal, cómodamente sentados en un salón con calefacción, donde arde una chimenea que no echa humo. Por eso no se sorprenden de que, cuando un joven de los de ahora pide que nieve, alguno de los de antes le responda con sorna: “Que nieve, pero que no caiga toda junta. Y, si te empeñas, que caiga en las tus costillas”.

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